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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Adaptar el modelo

La crisis de las finanzas públicas empuja a la mejora del Estado autonómico, no a su demolición

La Comisión Europea acaba de reclamar al Gobierno datos sobre las finanzas de las comunidades autónomas en relación con el cumplimiento de los techos de déficit. El FMI ha alertado sobre su contribución al déficit español, que mantiene a nuestro país en zona de peligro. El doble aviso es lógico, porque fue en las autonomías donde se produjo el principal desvío del déficit en 2011. También porque su anuncio se acompañó de una campaña contra el “despilfarro” autonómico, cuando su motivación principal fue la caída de los ingresos de las comunidades por el fin de la burbuja inmobiliaria. Y porque —ésta es la novedad de mayor alcance— la crisis de la deuda soberana ha federalizado en la UE, si no los mecanismos, instituciones y políticas, sí la discusión sobre la coyuntura de cada uno de los socios. Al fin de la soberanía monetaria y presupuestaria le está acompañando el languidecer de la autarquía nacional de las opiniones públicas: tanto opinan los españoles sobre la deuda griega, como los italianos sobre la española.

La primera tarea de España es cumplir sus compromisos sobre el techo del déficit. En todas las administraciones, también las autonómicas. Pero si a nadie se le ocurriría proponer el desmantelamiento de la Administración central porque éste exhiba un desbalance excesivo, tampoco se debería prestar oído a las oportunistas llamadas a vaciar las autonomías y desarbolar el Estado descentralizado, como ha planteado la presidenta madrileña con jubiloso eco en el nacionalismo inverso, el periférico, que ve en el envite una oportunidad centrífuga.

La democracia en España solo puede vehicularse hoy incorporando el pluralismo, la pulsión de proximidad propia del autogobierno y el reparto de poder que posibilita su distribución territorial. Los demás modelos han fracasado con estrépito: la historia secular del centralismo lo certifica. Por eso ha sido adecuada la reacción templada del presidente del Gobierno, aunque debe en el futuro evitar dar alas a sus subordinados más fanáticos de la retórica neocentralizadora. El centralismo autoritario —a estas alturas ya no puede haber otro— es la negación del modelo constitucional, el que ha demostrado ser más justo y fructífero y ha dado las mejores décadas de la historia de España.

Si no debe desmocharse el modelo de Estado, también sería infantil cuestionar su revisión a fondo. Una parte del déficit autonómico equivaldría al de la Administración central si no se hubiesen repartido ciertas competencias; otra obedece a malas políticas, sobre todo en infraestructuras, guiadas por clientelismos locales, a las que se añaden las obras del Gobierno auspiciadas por el origen territorial de sus ministros: y una tercera se debe a la deficiente calidad, control y coordinación de la gestión autonómica, corrupción incluida.

Todas ellas deben combatirse con mecanismos que garanticen la responsabilidad de los distintos niveles político-administrativos. Para superar los defectos estrictamente autonómicos existe una hoja de ruta hacia la culminación del federalismo efectivo aunque imperfecto del Estado autonómico, que pasa por la representatividad territorial de la segunda Cámara y una eficaz coordinación en los consejos sectoriales. Algo ausente en la recién aprobada Ley de Estabilidad.

Para una reforma en positivo, y en profundidad, del Estado, ayudarían los consensos básicos en la priorización de la inversión productiva y de la protección social en preferencia sobre el gasto corriente. ¿Por qué España no discute eso, que es lo que importa, en vez de zarandear al rival o al díscolo?

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