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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

100 días de realidad

Rajoy ha constatado que no bastaba con un cambio de Gobierno para empezar a salir de la crisis

Mariano Rajoy se enfrenta a una durísima realidad justo cuando se cumple el plazo de cortesía de 100 días que la tradición acostumbra a conceder a un nuevo Gobierno. Al contrario de lo que sostuvo mientras permaneció en la oposición, la crisis económica no era solo resultado de las políticas, o de la ausencia de ellas, aplicadas por el anterior Ejecutivo, sino también de una situación cebada durante años tanto en el ámbito interno como en el internacional y europeo. No bastaba, pues, con cambiar el signo político del Gobierno para que los datos de la economía española se transformaran obedeciendo a un virtuoso conjuro.

El nuevo Gobierno ha mostrado determinación para combatir la crisis, y ese es su principal acierto. En contrapartida, ha dado curso a esa determinación insertándola en una estrategia de fondo que no era políticamente aceptable y que ha deteriorado el diálogo social imprescindible para afrontar las actuales dificultades y comprometiendo de paso la posición de España ante Bruselas y los otros socios.

Rajoy carecía de cualquier argumento que no fuera la celebración de elecciones en Andalucía para posponer la tramitación de los Presupuestos. Se trataba de una estratagema para no perjudicar al eterno candidato popular en aquella comunidad, Javier Arenas. Lo de menos es que la táctica no haya servido a los intereses de Rajoy y su partido: la irresponsable demora en la tramitación de los Presupuestos ha colocado a España en la posición de pararrayos de las tensiones contra el euro, al reducir en varios meses el plazo de que dispone el Gobierno para cumplir el compromiso de déficit. El resultado es muy preocupante: España en el epicentro de la crisis del euro y bajo la lupa desconfiada de Europa.

Durante estos tres primeros meses, el Gobierno ha intentado disimular la deliberada ralentización de los Presupuestos con una sobreactuación en la reforma laboral. Tanto como la dureza del contenido importaba la de las formas, puesto que se trataba de inducir ante Bruselas y el resto de los socios el equívoco de que si no se avanzaba en los Presupuestos era por imposibilidad material, no por temor a la reacción ciudadana ni, menos aún, por un artero cálculo electoralista. El resultado han sido grandes movilizaciones y una huelga general de alcance relativo, pero que ha colocado al Gobierno ante una encrucijada capaz de marcar el resto de la legislatura: intentar la salida de la crisis contando con sus solas fuerzas o hacerlo mediante el diálogo y el consenso con los diversos sectores sociales, empezando por los sindicatos. La campaña de desprestigio emprendida contra ellos, ni es de recibo en una sociedad democrática, ni refuerza la recuperación de la economía española, sino todo lo contrario.

Rajoy y su Gobierno han aceptado conducir el final del terrorismo desde una actitud de consenso con las fuerzas democráticas que contradice el ventajismo que mantuvieron en la oposición, una rectificación que fortalece al Estado. Pero también la actuación en este ámbito, antes entregado a su electorado más radical, ha querido compensarse con la sobreactuación en otros, como las reformas emprendidas por el Ministerio de Justicia, en particular la ley de aborto, por el de Educación, con una confusa revisión de la asignatura de ciudadanía, o por la utilización de la disciplina fiscal que debe comprometer a todas las Administraciones como un ariete para revisar el sistema autonómico.

Rajoy y el PP concentran el mayor poder institucional del que ha dispuesto una fuerza política en España en democracia, a pesar del revés electoral en Andalucía y de una salida aún incierta en Asturias. Dependiendo de cómo lo empleen, el país saldrá de la crisis fortalecido o desgarrado por heridas sociales y políticas que costará restañar.

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