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Cómo fabricar una moda (18 veces)

Tras separarse, Rosa Esteva inventó una cocina sencilla que enamoró a la modernidad Junto a su hijo Tomás Tarruella dirige el grupo hostelero Tragaluz, una rara historia de éxito 25 años después, conseguir mesa en alguno de sus restaurantes puede ser un suplicio

Eugenia de la Torriente
Rosa María Esteva y su hijo Tomás Tarruella, en el restaurante que da nombre a su grupo, Tragaluz, en L’Eixample barcelonés.
Rosa María Esteva y su hijo Tomás Tarruella, en el restaurante que da nombre a su grupo, Tragaluz, en L’Eixample barcelonés. MARCEL.LÍ SÀENZ

En 25 años, Rosa María Esteva y Tomás Tarruella (Barcelona, 1964) han creado un imperio que “ha revolucionado la franja media de la hostelería barcelonesa”, tal como describe el fenómeno el crítico gastronómico José Carlos Capel. El grupo Tragaluz, nacido de la necesidad económica y el ingenio de una familia en 1987, tiene hoy 18 restaurantes y un hotel, ha abierto su segundo local en Madrid y se prepara para inaugurar el primero de los dos establecimientos que tiene previstos este año en México.

En 1987, Esteva dijo basta y se separó de su marido. Tenía más de 40 años, cuatro hijos y era una “niña bien” que nunca había trabajado. Sabía, eso sí, cocinar. “La casa siempre estaba llena de gente que venía a comer. Decidí que, en lugar de pagar para alimentar a 15, cobraría por servir a 25”. Con su hijo Tomás, un estudiante de derecho de 22 años, pusieron en marcha Mordisco en un pequeño local en la calle Rosselló, muy cerca del paseo de Gracia. “En ese momento, en Barcelona no había término medio en los restaurantes: o ibas a una cafetería de frankfurt o a un sitio con pretensiones”, reflexiona Tarruella.

La cocina era demasiado pequeña para ofrecer dos platos, así que Mordisco inventó un sistema de ensaladas para empezar que ahora parece una tontería, pero que en la España de los años ochenta transmitía una sencillez informal muy sugerente. La otra gran idea también surgió de la particular situación de la familia. “En aquel momento, yo no quería ir a comer o cenar con hombres, porque siempre querían postre”, afirma con sorna Esteva. “Y una mujer sola comiendo en un restaurante era algo insólito. No dejaban de preguntarte y yo no lo soportaba. Así que decidimos hacer una barra comunitaria para que la gente pudiera ir por su cuenta sin tener que dar explicaciones”.

La barra se convirtió en el punto de encuentro de artistas y diseñadores –Javier Mariscal, Miquel Barceló…– que fueron también los protagonistas del auge olímpico de la ciudad. En un momento en que Barcelona se convirtió en el centro de un mundo imposiblemente cosmopolita, el grupo Tragaluz fue su comedor. Para entonces ya habían abierto un segundo local, Tragaluz, con mayores pretensiones gastronómicas. Y establecido una fórmula de trabajo que aún mantienen: la ausencia de fórmulas. Por eso, se niegan a hacer franquicias y cada restaurante tiene su propio “concepto culinario” y estético. Sandra Tarruella, una de las hijas de Rosa, se encarga del interiorismo, que tiene tanta importancia como la cocina. Esta es una historia de gusto en un sentido amplio, del paladar a la vista. “Nos gusta el arte y el diseño”, confiesa Tomás. “Mi hermana ha llevado una carrera paralela, pero el resultado con ella siempre es mejor que encargarle el proyecto a un estudio que no te conoce”.

Instalados en el cambio

En 2003, Esteva y Tarruella dieron un salto abriendo el hotel Omm. En el edificio barcelonés que había albergado el Mordisco original se inauguró el alojamiento que contiene la más ambiciosa propuesta gastronómica del grupo: el restaurante Moo, que asesoran los hermanos Roca (de El Celler de Can Roca). “Llevar un hotel fue más fácil de lo que pensábamos”, sostiene Tarruella. “Eso sí, hicimos todo lo que nos desaconsejaron los expertos: habitaciones más grandes, ninguna tienda en el ‘hall’…”. Si algo enorgullece a la familia es su inquietud. El año pasado, en su 20º aniversario, el restaurante Tragaluz se sometió a una intervención de rejuvenecimiento. “Tragaluz se había hecho demasiado mayor, así que hemos abierto la cocina y renovado por completo”, afirma Esteva. Este año toca otro salto: México DF. “Eso ya es cosa de Tomás, es el camino para el futuro”, concluye.

Los 800 trabajadores que hoy tiene el grupo Tragaluz estuvieron a punto de no existir. La primera crisis del Golfo, en 1993, casi acaba con el negocio. “Lo pasamos fatal”, reconoce Tomás. “Pedimos un crédito y nos dimos tres meses para levantarlo. Cambiamos la carta y empezamos a servir platos más baratos, pero con el mismo equipo de cocina. Nos adaptamos a los tiempos y encontramos nuestro estilo: buena cocina asequible”.

La simplificación de Tragaluz, un restaurante que acaba de ser completamente remodelado para rejuvenecer su clientela, trajo las críticas. Aunque ahí nació seguramente el hoy endémico fenómeno de la hamburguesa gourmet, en ese momento más de un cocinero se negó a elaborar tan humilde plato. “Fueron los mejores los que nos reivindicaron”, recuerda Tarruella. “Ferran Adrià dijo que había un antes y un después de nuestra aparición, ya que, además de cocina, proporcionamos ocio. Pero eso estaba mal visto en un momento por los puristas. Fuimos pioneros, y ahora mucha gente hace lo mismo que nosotros hace 12 años”.

No es del todo sorprendente que un producto tan eminentemente barcelonés haya tardado dos décadas en dar el salto a Madrid. En octubre de 2009 abrieron el Bar Tomate y su éxito superó cualquier expectativa. Para bien y para mal, se convirtió en el sitio de moda. Y eso que su carta es algo más que sencilla –pizzas, ensaladas…– y la reforma que se le hizo fue de “pinta y colorea”, según Tarruella. Animados, en 2011 abrieron en la capital Luzi Bombón, con un concepto un poco más sofisticado de brasserie. La forma en que Madrid los ha abrazado –así como a los mercados de San Miguel o San Antón y a locales como Ten con Ten– demuestra lo ávida que la ciudad estaba de un barniz de modernidad. “Quisimos venir a Madrid hace años, pero el precio de los locales era imposible”, explica Tarruella. “Ahora son más razonables. Me ha sorprendido la buena aceptación que hemos tenido. Creo que en Madrid la gente está más abierta a lo nuevo”.

Comer con Rosa María Esteva en uno de sus restaurantes es una experiencia interesante. Extremadamente crítica, va murmurando todo lo que cree que debería corregirse en Luzi Bombón. Está en plena forma, y eso que la víspera estuvo en el local hasta la madrugada, ejerciendo de anfitriona en una fiesta celebrada con motivo de la feria Arco. “Esto me da la vida”, admite. “La felicidad no la da el dinero, sino trabajar en lo que te apasiona. Hay muchos modelos de negocio que darían más dinero que este, pero yo no sabría vivir sin hacer algo que me interese. Y estoy muy orgullosa de haber educado a mis hijos en la ética del trabajo y la curiosidad. Estaba obsesionada con que no fueran unos vagos y somos todos muy creativos”. Además de Tomás y Sandra, Esteva tiene otras dos hijas: Raquel lleva el restaurante Tragamar, en Calella de Palafrugell, y Carla, que es pintora, ha abierto por su cuenta un establecimiento en Barcelona llamado Cornelia.

“Trabajar con la familia no siempre es fácil, porque somos todos muy guerreros”, explica Tomás. “Pero al mismo tiempo te mantiene más unido”. ¿Seguirán los nietos con la saga? “Que hagan lo que quieran”, dice Rosa. “Yo lo único que pido es que no sea un motivo de pelea”.

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