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La comida callejera en Nueva York se pone por las nubes

Los precios suben un 31% desde la pandemia mientras los puestos de ‘fast food’ lidian con la inflación y la burocracia para sobrevivir

Comida callejera en Nueva York
Varias personas esperan para comprar perritos calientes en un puesto de Manhattan (Nueva York).Eduardo Munoz Alvarez (VIEW Press/Corbis/Getty Images)
María Antonia Sánchez-Vallejo

Los consumidores habituales de happy meals, como llaman en EE UU a las hamburguesas y otras opciones de comida rápida y barata, han visto incrementarse un 31% el coste de su dieta habitual desde la pandemia. Mucho más que otros productos de la cesta básica de la compra, que ya es decir. Por eso no extraña que la carestía haya alcanzado también a una de las opciones de comida rápida más extendida, la de los puestos callejeros: los tenderetes instalados a la salida del metro en puntos neurálgicos de la ciudad o los food trucks, camionetas ambulantes —aunque generalmente fijas en un mismo lugar— de comida étnica. Pongamos como ejemplo una camioneta de comida halal, en el centro de Manhattan, en una zona de oficinas y trasiego comercial, donde un plato de arroz con pollo en salsa cuesta hoy 10 dólares (unos 9,30 euros al tipo de cambio actual). Barato, sin duda, para el exorbitante nivel de precios de la ciudad, pero un 67% más caro que en 2020, cuando llegó el coronavirus.

Los consumidores, que siguen fieles a los carritos porque solventan satisfactoriamente un almuerzo rápido, se quejan del incremento, pero los propietarios de los carritos aseguran que la subida apenas les permite cubrir costes: el pollo es hoy el doble de caro que en 2020; lo mismo puede decirse del gas que alimenta los hornillos y el envase de cartón en que se sirve. Otra gran dificultad añadida es la escasez —y la consiguiente carestía— del permiso necesario para operar, ya que hay muy pocos disponibles y la ciudad ha echado el freno en la concesión, incluso pese al hecho de que la venta ambulante de comida y bebida salvó a muchos neoyorquinos, en su mayoría de origen inmigrante, de la penuria tras el cierre de la economía por la pandemia.

Muchos propietarios de carritos aseguran verse obligados a conseguir un permiso subrepticiamente, mediante el alquiler de uno —la media está en 18.000 dólares en efectivo cada dos años, pero varía según la zona de venta— al titular de la licencia. La pandemia puso todo patas arriba, no sólo los precios. El tope anual era de unos 5.100 permisos durante décadas, pero en 2021 el Ayuntamiento aprobó que sólo se concederían 445 nuevos permisos por año durante una década. Hasta ahora, solo se han concedido 71.

La complicada y restrictiva legislación en torno a los permisos ha influido también en el alza de los precios de estos modestos platos del día: mexicanos, árabes, griegos, una internacional de bocados rápidos y saciantes, que en algunos casos figuran en las guías turísticas. El puesto de dosas de Thiru Kumar, un lugar de peregrinación gastronómica en la Gran Manzana, se resiste a cobrar más de 10 dólares por una de estas sabrosas crepes crujientes, frente a los seis dólares que costaban en 2020. “No tendría las colas que tengo si subiera el precio, así que ajusto el presupuesto y, obviamente, cubro costes, pero me queda un beneficio mucho más reducido. A cambio, tengo una clientela fija”, explica Kumar, titular de la licencia.

Impacto del teletrabajo

El auge del teletrabajo también está dificultando la viabilidad cotidiana de los carritos de comida. “Antes, cuando yo empecé, ibas a la oficina cinco días a la semana y había un carrito en cada esquina. Ahora que la gente acude menos al lugar físico de trabajo, el negocio de los carritos de comida está perdiendo terreno mientras los precios no dejan de subir”, explica Mahmud, dueño y chef de un carrito de falafel y otras delicias orientales en la calle 66 de Manhattan. La disminución de la clientela, el aumento de los costes y las cortapisas burocráticas para obtener permisos se confabulan en contra de un ecosistema gastronómico muy popular, que resulta consustancial a la ciudad y está muy ligado a sus sucesivas capas de inmigración. “Compare lo que cuesta un falafel con una de esas ensaladas preparadas que venden las cadenas modernas y saludables, entre comillas, unos 20 dólares un bol de plástico o cartón, sin bebida. Seguimos siendo una alternativa muy razonable de comida sabrosa y a buen precio, pero la Administración sólo nos pone obstáculos”, concluye Mahmud.

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