La desigualdad se tiñe de verde: la vida sostenible no es para todos los bolsillos
La transición energética, clave para combatir el cambio climático, amenaza con aumentar la brecha económica y social. Los expertos piden políticas públicas para que nadie se quede atrás
Francisco Valverde abre el documento de Excel y busca el dato: “En nueve meses, con el coche eléctrico he evitado la emisión de casi 380 kilogramos de CO₂”. Lo dice orgulloso y convencido de que el futuro será completamente enchufable. “He recorrido casi 8.000 kilómetros desde que lo compramos y por la recarga he pagado unos 47 euros, unos 0,61 céntimos el kilómetro”. La energía que utiliza la produce a través de los paneles solares instalados en el tejado de su hogar en Madrid. “También me he comprado una batería. Pensaba que me iba a morir sin ver y tener estas cosas en casa”, comenta este consultor del mercado energético, en la vanguardia en cuanto a la adopción de tecnologías verdes, que serán el mañana en la nueva economía y que demandarán de ajustes en nuestro estilo de vida con considerables inversiones para abandonar los combustibles fósiles en favor de fuentes de energía más respetuosas con el medio ambiente.
Porque alcanzar las metas climáticas implicará costes y apretones de cinturón para muchas familias, amenazando con agrandar las desigualdades que ya existen. No solo se trata de la adopción de un coche eléctrico —cuyo valor actual en el mercado es superior al de gasolina o diésel entre un 30% y un 40%, según la patronal española—, sino también de un cambio en el consumo de alimentos, ropa, la rehabilitación de la vivienda, la forma de viajar y otro tipo de productos y servicios. “Parte de la expansión renovable, como la electrificación del transporte, debe llevarse a cabo en los hogares y puede haber dificultades para la adopción de estas tecnologías en aquellos con baja capacidad económica por su limitado acceso al capital y también por problemas de falta de información”, comenta Xavier Labandeira, catedrático de Economía de la Universidad de Vigo. Se trata de un giro de 180 grados en nuestro estilo de vida, ya que la transformación está propiciando la reconfiguración del empleo, la relocalización de industrias y sectores, así como la implementación de impuestos medioambientales e instrumentos regresivos que afectan a los contribuyentes de ingresos más bajos. La revolución verde —tan urgente como necesaria por los efectos adversos que está provocando el calentamiento global— evidencia las brechas ya existentes y produce algunas nuevas.
“La realidad es que todos los cambios de modelo productivo tienden a generar, por lo menos en el corto plazo, desigualdades”, resalta Luis Ayala, catedrático de Economía de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). Y en este camino, se aprecia un efecto discriminatorio, que se suma a otras crisis que han ensanchado las brechas, como la financiera de 2008-2009, la de la covid-19 y la de la inflación causada por los problemas geopolíticos que han llevado al aumento en el precio de los combustibles y que en efecto dominó ha trastocado a toda la economía. “Nos enfrentamos a una nueva constelación de desigualdades acumulativas”, afirma Béla Galgóczi, investigador del European Trade Union Institute (ETUI).
Efectos perversos
El resultado de no hacer una transición justa, según los expertos consultados, puede conducir a un escenario de mayor crispación social, pues ante la falta de incentivos adecuados, ayudas eficientes y suficientes, así como medidas progresivas (que compensen a aquellos hogares de menores ingresos), la lucha contra el cambio climático se aprecia como una restricción a ciertas libertades o la suma de privilegios para unos pocos. “Las reformas políticas que no tienen en cuenta adecuadamente el grado de desigualdad en un país, difícilmente recibirán respaldo público y es probable que fracasen porque generan desconfianza y parecen injustas”, advierte Lucas Chancel, profesor en Sciences Po y codirector del World Inequality Lab de la École d’économie de Paris. El malestar ciudadano da pie a mayores protestas, un mayor apoyo a partidos populistas y una creciente desafección y desinterés por los esfuerzos para frenar el cambio climático. Los movimientos sociales en los países ricos y emergentes —incluidas las manifestaciones contra los aumentos de los precios del combustible y el transporte en Ecuador o Chile en 2019, y los chalecos amarillos en Francia, en 2018— son muestra de ello.
“En Europa ha surgido una creciente geografía del descontento”, dice Andrés Rodríguez-Pose, catedrático Princesa de Asturias y de Geografía Económica en la London School of Economics (LSE). Los ciudadanos, sobre todo aquellos en zonas más vulnerables, se sienten cada vez más privados de sus derechos y desconectados de la gobernanza. “Son personas que viven en zonas que están económicamente estancadas, y tienen la certeza o la percepción de que cualquier tipo de transición, en este caso la ecológica, pero también la digital, son medidas de carácter político que benefician a una élite”, resalta. Los chalecos amarillos han sido un ejemplo, pero no el único. En los últimos años, el sector agrario europeo, principalmente, ha liderado las protestas. La más reciente se ha dado en Alemania, donde los agricultores denuncian la supresión de subsidios al diésel. Pero también las demostraciones de hartazgo se han dado en Bélgica, Portugal, Francia y España, donde se reclama un mayor apoyo gubernamental ante el aumento de los combustibles, una mayor acción por los efectos del cambio climático (como las sequías, heladas o inundaciones) y más y mejores ayudas ante la introducción de políticas verdes, englobadas en la nueva Política Agrícola Común (PAC). A ello se ha añadido una creciente resistencia por la instalación de parques fotovoltaicos y eólicos terrestres, lo que ha puesto en relieve el fenómeno Not In My Backyard (NIMBY). Por ejemplo, en Noruega —cuya economía se ha cimentado en la extracción de combustibles fósiles— ha ganado popularidad la lucha por salvar las áreas naturales locales.
Por otro lado, algunos partidos políticos han aprovechado el malestar causado por la suma de desigualdades para avivar sus ideas populistas, como la defensa del voto euroescéptico —que causó la salida del Reino Unido de la Unión Europea— o el engrandecimiento de los nacionalismos, como en el caso de Donald Trump, expresidente de Estados Unidos y negacionista del calentamiento global. En España, por su parte, los líderes de Vox —que en varias ocasiones han calificado los informes del IPCC, el panel de expertos sobre calentamiento global, como “la mayor alerta de pánico climático”—, han tratado de sacar provecho del descontento agrario que se ha dado en el último año ante los precios disparados de la energía. Hoy, explica Rodríguez-Pose, los partidos de extrema derecha en Europa han visto una oportunidad y ya están capitalizando el enfado al promover políticas contra la transición ecológica. “Marie Le Pen, del partido de extrema derecha Rassemblement National, se postuló para la presidencia [francesa] con una plataforma que proponía una moratoria sobre la energía eólica y la instalación de nuevas turbinas. Giorgia Meloni, de Fratelli d’Italia, salió victoriosa de las elecciones legislativas [italianas] de septiembre de 2022 prometiendo diversificar las fuentes de energía, construir plantas de regasificación, promover el fracking e invertir en energía nuclear”, resalta este experto en un reciente informe titulado La transición verde y sus potenciales descontentos territoriales.
En el documento indica que, si bien la UE está liderando el camino global en esta transición, a través de medidas como el Pacto Verde Europeo, los beneficios del nuevo modelo se distribuyen territorialmente de manera desigual. Algunas zonas de Europa central y oriental, el sur de Italia y la Península Ibérica emergen como mucho más vulnerables a la transición verde. “Se trata de regiones con una dependencia considerable de sectores que se verán perturbados por la implementación de políticas de mitigación del cambio climático, como el turismo o la industria pesada, incluida la minería y la producción de energía marrón”, destaca. En España, unos tres millones de personas, principalmente dedicadas a actividades como la construcción, la agricultura, la automoción y la energía, podrían estar afectadas directamente por la transición, afirma el economista y consultor José Moisés Martín. “No significa que vayan a perder su empleo, sino que requerirán de nuevas habilidades para adaptarse al contexto”, resalta. “La transición va a significar una recualificación”, corrobora Laura Martín Murillo, directora del Instituto para la Transición Justa (ITJ). La responsable de la institución, creada en 2020, indica que desde el Gobierno ya se ayuda al desarrollo de actividades alternativas en las zonas afectadas por el cierre de minas de carbón, centrales térmicas y nucleares. Hasta el momento han detectado unos 5.000 puestos de trabajo que requerirán una transformación. “Una parte importante de los impactos se concentra en Teruel, León, Palencia y Asturias”, asevera.
Gentrificación
Frente a esta realidad, las áreas metropolitanas y las capitales son las que tienden a ser, en general, menos frágiles y más adaptables a los cambios impulsados por la transición. “Dublín, Bratislava, Copenhague, Madrid, París, Berlín, Bucarest, Praga, entre otras, parecen sustancialmente menos vulnerables”, agrega el informe que ha realizado Rodríguez-Pose. Pero tampoco tienen un elixir frente a la desigualdad. En algunas de ellas se cocina lo que Isabelle Anguelovski, profesora de investigación de la fundación ICREA que trabaja en el Instituto de Ciencia y Tecnología Ambientales (Universidad Autónoma de Barcelona), llama la gentrificación verde. Este fenómeno consiste en mejoras ambientales y urbanísticas (zonas verdes) que terminan expulsando de sus vecindarios a los residentes de clase media-baja o baja, los cuales son sustituidos por personas con mayores ingresos, atraídos por la creación de nuevos parques, así como por la disponibilidad de viviendas más atractivas. Anguelovski, junto a su equipo, examinó el mercado inmobiliario y las características sociodemográficas de 28 ciudades de nueve países de Europa y Norteamérica, y encontró que en 17 de ellas la estrategia de planificación de espacios verdes ha desencadenado procesos de gentrificación.
En Barcelona, una de las ciudades que se incluyen en el estudio, la gentrificación verde más reciente ha tenido lugar en Sant Martí, una zona postindustrial parcialmente rebautizada como el distrito 22@, orientado a la tecnología y la innovación. La ecologización y la gentrificación también se produjeron en la década de 2010 en el casco antiguo regenerado (Ciutat Vella) y se intensificaron aún más en el distrito de ingresos altos de Sarrià-Sant Gervasi. “El verde contribuye y acelerar la producción de largos y grandes complejos inmobiliarios. Esta atracción es muy desigual porque al final son grupos inmobiliarios, digamos, de alto nivel los que se instalan y los precios en general tienden a subir muy rápidamente”, resalta la experta. “Se está creando una especulación bestial entre los fondos buitres, entre los fondos de inversión que compran edificios enteros, y los venden a precios de lujo al lado de espacios verdes”, añade. La mejor manera de evitar este fenómeno, dice la especialista, es con más pisos sociales. “Las ciudades mejor preparadas para evitar la gentrificación verde son aquellas con más vivienda pública”, resalta Anguelovski. Entre ellas, Copenhague o Berlín, con una vivienda pública alrededor del 20% del parque, o Viena, con una cifra que va entre un 35% y 40%. “Aquí, en España, solo hay un 2%, y claro, la especulación inmobiliaria te echa fuera del barrio”, destaca.
Es también en las grandes urbes donde se observa una mayor disponibilidad en la adopción de las nuevas tecnologías. Por ejemplo, en España, Madrid y Barcelona —que también tienen las mayores rentas medias per cápita del país—, las personas están mucho más dispuestas a la compra un coche híbrido o eléctrico frente a otras partes (un 78% frente al 69% de media), según el Observatorio de la Transición Justa. De igual forma, en estos sitios sus habitantes están más abiertos a hacer cambios en su dieta para reducir el consumo de carne (66% frente al 58% de la media nacional) o pagar más impuestos relacionados con el medioambiente. El contrapunto está en los entornos rurales de menos de 5.000 habitantes, que son quienes presentan menor disposición a adoptar la mayor parte de estos comportamientos, según la encuesta realizada entre más de 3.000 personas de todo el país.
Los expertos del Observatorio indican que tocar comportamientos arraigados conlleva desafíos significativos debido a la inercia y las resistencias al cambio. Muchos de estos están vinculados a costes diversos, no solo de índole económica, que implica el encarecimiento de los bienes y servicios, sino de renuncia a ciertas comodidades, que incluso puede llegar a percibirse como un menoscabo en el nivel de bienestar. La regulación ambiental, por el momento, no obliga a ninguna familia a adoptar nuevas tecnologías en el hogar. “Es un proceso aún voluntario”, explica Diego Rodríguez, investigador asociado de Fedea. Sobre todo porque vivir de forma sostenible aún no es viable para todos los bolsillos.
En materia de alimentación, por ejemplo, comprar un producto con etiqueta ecológica (que en origen respeta el cuidado del medio ambiente y la biodiversidad) cuesta de media un 54% más que los convencionales de marcas líderes y en ocasiones su coste en el mercado es de tres veces más que los productos de marca blanca no ecológica, según un estudio de la OCU de 2022. Una cesta eco (con 109 productos) cuesta unos 280 euros frente a su homóloga convencional que asciende a 140 euros, según la Asociación de Usuarios Financieros. Las diferencias van desde galletas de avena bio con un coste de 5,47 euros frente a los 1,32 euros que valen las convencionales; el pan de molde (3,99 euros contra los 1,02 euros), hasta una menor brecha en el aceite de oliva (11,75 euros el ecológico, versus los 8,99 euros del convencional) y los filetes de ternera (18,83 euros, frente 14,79 euros). “El alimento ecológico no tiene que ser para los privilegiados, sino un producto democrático, tendría que llegar a toda la población”, afirma Dolores Raigón, presidenta de la Sociedad Española de Agricultura Ecológica SEAE.
Fenómeno regresivo
Actualmente, los alimentos con etiqueta ecológica llegan a casi todas las clases sociales, pero el perfil intensivo de estos productos está en un nivel sociodemográfico de clase media, alta y media alta. Estos últimos son los de mayor consumo per cápita con una ingesta promedio de 16,5 kilos por persona, frente a los 13,9 kilos de la media nacional, según datos del ministerio. “A día de hoy, el incremento de consumo ecológico se da más en la franja de edades más jóvenes, donde el nivel adquisitivo es menor, por lo tanto, estamos viendo que es una cuestión de prioridades, no de poder económico”, acentúa Álvaro Barrera, presidente de Ecovalia, la asociación profesional española de la producción ecológica.
El reto es cómo combatir el cambio climático y las desigualdades, los dos grandes desafíos más apremiantes de nuestros tiempos, a la vez y sin dejar a nadie atrás. Lo que no podemos olvidar, dice Isabel Blanco, economista del Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo, es que el fenómeno del calentamiento global es profundamente regresivo desde el punto de vista económico y social. “Porque a mayor renta, mayor emisión de carbono, por lo tanto, tú eres el que más contribuye a ese problema. Y cuando menos renta existe, menos capacidad tienes para adaptarte a los efectos del cambio climático que, por cierto, tú no has provocado”, asegura.
Y en este escenario, lo suyo sería ayudar a los hogares de renta más baja para que no se queden rezagados. “La transición energética no puede suponer una disminución del nivel de vida de nadie”, agrega Natalia Collado Van-Baumberghen, economista investigadora en EsadeEcPol. Pero, ¿cómo hacerlo? La solución pasa por resolver de forma selectiva estos problemas, concentrando y reforzando las medidas de apoyo e información en los segmentos que realmente precisan el capital para hacer la inversión, afirma Labandeira. En su opinión, los subsidios destinados a promover los vehículos eléctricos o la instalación de energías renovables en casa suelen perder efectividad al aplicarse de manera generalizada. “Esto afecta desproporcionadamente a quienes tienen menos recursos y realmente necesitan ayuda. Y además, aquellos con más recursos económicos no se benefician tanto de estos programas, ya que podrían realizar estas inversiones incluso sin el apoyo”.
A esto se suma que el usuario tiene que hacer una inversión inicial y luego sumergirse en un mar burocrático para obtener el subsidio, que en el caso de la instalación de paneles fotovoltaicos puede tardar hasta dos años desde que se inicia el trámite, según José Donoso, director general de la Unión Española Fotovoltaica (UNEF). Para el caso de la compra de los coches eléctricos, puede ir de 12 a 30 meses, según la Comunidad Autónoma donde se solicite, explican fuentes de Anfac. “Lo que es preciso es diseñar un plan de incentivos adecuado, como Portugal, que nos supera en matriculaciones de eléctricos, con ciudadanos con menor poder adquisitivo y una menor intensidad en las ayudas, pero que las perciben en el momento de la compra”, reclama Arturo Pérez de Lucia, director general de la Asociación Empresarial para el Desarrollo e Impulso de la Movilidad Eléctrica.
Por otra parte, algunos incentivos están mal diseñados y dejan fuera las diferencias de ingreso. “Al final del día, la política de mitigación climática, es decir, de reducción de emisiones, tiene que pasar por la política fiscal y considerar los efectos regresivos por nivel de renta”, argumenta Julián Cubero, economista líder del clúster de Economía del Cambio Climático de BBVA Research. Por ejemplo, los 20 céntimos por litro de descuento de la gasolina en la época de la crisis de la guerra de Ucrania, se aplicó por igual a todos los niveles de consumo de renta. “Y fue regresiva, porque beneficiaba más a los niveles más altos de consumo”, agrega el experto.
Más allá de las ayudas, el debate se amplía a la fiscalidad medioambiental, una tarea pendiente de España, de acuerdo con distintos organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional, la OCDE y la Comisión Europea. Estos tributos buscan desincentivar el uso de los combustibles fósiles e impactan sobre los que menos tienen, así que su aplicación tendría que acompañarse de un esquema redistributivo para compensar a los hogares más vulnerables, según los expertos. “Es esencial implementar políticas que alivien la carga financiera de las familias durante la transición”, recalca Collado. Una opción viable, dice, sería establecer transferencias de dinero como lo ha hecho Canadá con el Climate Action Incentive Payment.
Este sistema consiste en una contraprestación, libre de impuestos, que el Gobierno da a sus residentes —según su situación personal (estado civil, número de hijos) y la provincia en la que viven (las personas en zonas rurales reciben un 10% más)—, para compensar el coste de desincentivar el uso de los combustibles fósiles según la máxima quien contamina paga. “Creo que debemos emplear impuestos energético-ambientales que introduzcan incentivos al cambio y además recojan las responsabilidades de los contaminadores”, agrega Labandeira. “Si se emplean adecuadamente, estos tributos llevarán a mayores pagos por parte de los que más contaminan”, concluye.
Ricos, caprichosos y contaminantes
Los ultrarricos del planeta no conocen límites. En 2021, mientras el mundo se recuperaba de la pandemia, dos multimillonarios, el británico Richard Branson —cuyo imperio inició con Virgin Records, una discográfica que grabó a la banda de punk Sex Pistols— y Jeff Bezos, fundador de Amazon, protagonizaron una carrera por ser el primer magnate en ir, con su propia nave, más allá de la atmósfera terrestre. Branson, que sueña con tener un hotel en la Luna, se adelantó a Bezos por nueve días. Pero ambos se hicieron con la medalla de grandes emisores de gases contaminantes en el planeta.
En un viaje como el de Bezos, de casi once minutos, se han emitido unas 75 toneladas de carbono por pasajero, es decir, la misma huella que deja una persona de bajos ingresos en toda su vida, según un informe del World Inequality Lab (WIL). Houston, tenemos un problema: los ultrarricos están contribuyendo con mayor ahínco a la destrucción del planeta. El 0,01% más pudiente (unos 770.000 millones de personas) producen, en promedio, 2.531 toneladas de CO₂ al año, frente a las 1,6 toneladas del 50% más pobre del planeta, según los datos de WIL. Estas emisiones provienen tanto del consumo individual como de las inversiones que realizan. Hay variaciones, pero el resultado es claro, dicen los expertos de la institución: “La riqueza extrema conlleva una contaminación extrema”.
“Los ultrarricos vuelan mucho, a menudo en aviones privados, o usan grandes barcos. No hay combustibles sostenibles disponibles para estas formas de transporte”, afirma Stefan Gössling, de la Universidad Linnaeus en Suecia. A esa selecta cuadrilla de grandes contaminantes, le sigue otra: los 7,7 millones de personas con un ingreso promedio anual de 1,2 millones de dólares, que solo son el 0,1% de la población mundial. Este grupo emite 10 veces más que el 10% más rico combinado, según el Instituto de Medio Ambiente de Estocolmo. Detrás le sigue un 1% de la población que produce el 16% de las emisiones de carbono a nivel global. “Esta élite emite tanto como el 66% más pobre [unos 5.000 millones de personas]”, comenta Jacobo Ocharan, global lead en Oxfam Climate Initiative (OCI).
“Las economías avanzadas tienen más personas, como proporción de su población en este grupo, porque tienen ingresos per cápita más altos”, explica Laura Cozzi, directora de Tecnología y Perspectivas de Sostenibilidad en la Agencia Internacional de Energía (AIE). El 1% más rico de España ingresa por encima de 378.000 euros al año o tiene un patrimonio superior a 2,5 millones de euros, según los datos de WIL. “Pero no debemos olvidar que hay cada vez más individuos de altos ingresos dentro de países que todavía tienen bajas emisiones per cápita en promedio, como India o China”, resalta.
Aviones privados
Por ejemplo, una décima parte de todos los vuelos que salieron de Francia en 2019 se realizaron en aviones privados, indica Bloomberg. En solo cuatro horas, esos aviones generan tanto dióxido de carbono como el que emite una persona promedio en la Unión Europea durante todo el año, dice la agencia. Considerando, por otra parte, las necesidades de espacio de los asientos de los aviones, los pasajeros de las clases premium consumen tres veces más combustible que los pasajeros de la clase económica, afirma la AIE en un informe. Hasta hace no mucho, el debate sobre la lucha contra el cambio climático solía centrarse principalmente en las diferencias de emisiones de gases contaminantes entre países ricos y en desarrollo. Pero después de casi tres décadas de desigualdad creciente, ahora se agrega otro elemento al debate: la distribución de ingresos y su impacto contaminante.
Y si bien las emisiones de la élite mundial son importantes, también lo son las del 10% de la población (770 millones de personas) y en donde se incluye a la mayoría de las clases medias de las naciones desarrolladas (con un ingreso de más de 41.000 euros al año). Este grupo genera la mitad de las emisiones totales de carbono y está bajo el yugo de un sistema económico orientado al consumo continuo y desenfrenado. “La voz de este grupo es importante a la hora de garantizar el cambio”, dicen los expertos de Oxfam. Casi dos tercios habitan en naciones avanzadas, pero también en China, Oriente Medio, Rusia y Sudáfrica, donde hay una desigualdad de ingresos y riqueza alta.
Si este 10% mantiene sus niveles de emisiones actuales, superarán la totalidad de gases permitida en el Escenario de Emisiones Netas Cero para 2050, es decir, excederá con creces la meta, según la información de la AIE. En este contexto, surge un nuevo debate: ¿cómo asegurar que las clases medias puedan surgir en el sur global sin reproducir el estilo de vida insostenible del norte? La transformación del modelo dependerá, en gran medida, de cuánto aporten las personas que están en lo alto de la pirámide, coinciden los expertos.
Gössling sugiere la implementación de sistemas progresivos de impuestos al carbono, complementados con transferencias de efectivo destinadas a ciertas categorías de la población. Para ello, destaca, es necesario contar con la posibilidad de que las tasas de impuesto al carbono aumenten proporcionalmente a los niveles de emisión, mediante la combinación de diversos instrumentos fiscales dirigidos tanto a los consumidores como a los inversores involucrados en actividades intensivas en emisiones. Lucas Chancel, profesor en Sciences Po y codirector del World Inequality Lab de la École d’économie de Paris, dice que debería de haber limitaciones claras, como el uso de jets privados y villas de lujo.
“Para las emisiones asociadas a la propiedad de empresas por parte de las personas, emisiones financieras, necesitamos desarrollar rápidamente indicadores que ayuden a las personas a invertir en los productos financieros correctos. Podemos ayudar a este cambio con incentivos: tasas impositivas más bajas para inversiones verdes y tasas impositivas más altas para inversiones contaminantes, y regulaciones estrictas o prohibiciones de nuevas inversiones en sectores que no cumplan con ciertos estándares medioambientales”. Y además, añade que son necesarios más recursos públicos para asegurar que toda la población pueda acceder a los servicios que precisa. “Lo que la gente necesita es un buen transporte público, no necesariamente un automóvil”.
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