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La crisis llega a los puestos de castañas

El sector de este fruto otoñal se enfrenta a una menor producción por la poca lluvia y a mayores costes debido al encarecimiento del carbón

Jorge Julián en su puesto de castañas de la calle Constitución de Valladolid.
Jorge Julián en su puesto de castañas de la calle Constitución de Valladolid.EMILIO FRAILE
Juan Navarro

Hacen falta muy buenas razones para cometer la osadía de sacar las manos del bolsillo cuando se pasea por Valladolid en otoño o invierno. El viento helador muerde los dedos de los caminantes que encuentran un oasis de calor en los cucuruchos de doña Luisa, que dispensa castañas en su puesto de la calle de Mantería. Estos pequeños y sabrosos radiadores caldean al hormigueo de consumidores que se acerca a este refugio de carbón, espátula y simpatía de la propietaria. Tres euros la docena o seis unidades por 1,5 euros dibujan una sonrisa en los vallisoletanos que acuden a menear y calentar el bigote sin saber muy bien qué hay detrás de esas castañas que se acumulan sobre el brasero o aguardan su turno en unos cestos. Luisa de Pablos, que lleva la mayoría de su vida vendiéndolas, explica entre cliente y cliente cómo ha cambiado esta venta callejera y cómo lidia con los sobrecostes para no asustar a sus fieles.

Un comprador, cómo no bien abrigado en una gélida tarde pucelana, exhibe el humor local dirigiéndose a la castañera: “¿Tiene castañas?”. “Eso parece”, obtiene por respuesta, y ante esa afirmación encarga media docena que la veterana propietaria prepara con agilidad, seleccionando los frutos tostados y previamente rajados para que se hagan por dentro y se conviertan en pequeñas bombas caloríficas. El hombre precede a una parroquia tan hambrienta como diversa: se acercan madres e hijas, parejas jóvenes y matrimonios ancianos, chavales en chándal y padres con traje, abuelas y nietas unidas por la gusa otoñal ante un fruto de temporada que esta campaña se enfrenta a la sequía. Luisa de Pablos, de 75 años, lamenta que la escasez de lluvias ha reducido notablemente la producción y ha elevado los precios. “A ver si me toca la lotería y me retiro”, le comenta a su vecino de puesto, un lotero con quien coincide en que unas obras cercanas en la acera disuaden a la clientela. Su hijo, el también castañero Félix Galicia, desgrana los precios que tienen que asumir para llevar la materia prima a las calles. “Este año no ha llovido y la castaña es pequeña y escasa, de traer 5.000 kilos entre madre y primos hemos pasado a comprar este año solo 1.500″, lamenta Galicia, que trae su género de El Bierzo (León). “Pagamos entre 4,75 y seis euros el kilo, un euro más que en 2021″, calcula. A la falta de lluvia se han unido los graves incendios veraniegos en Zamora, zona de castaños ahora quemados y cuya producción se añora en esta familia que lleva varias generaciones en el tajo y que gestiona los cinco puestos de Valladolid.

El vallisoletano agradece que la llegada otoñal, aunque en 2022 haya tardado en aparecer el frío de verdad, despierta el instinto castañero: “Es curioso que aunque haga calor, de vender castañas en camiseta en octubre, siempre se compra. Con más frío se vende más, pero no hay mucha diferencia por ser producto estacional”. Él coincide con tantos paseantes, acostumbrados a una gelidez perdida en la ciudad: “Ahora casi no hace frío en Valladolid, la gente antes se metía las castañas en el bolsillo para calentarse”. La cabeza de los castañeros también echa humo al intentar no elevar precios pese a que el carbón vegetal de encina que emplean ha pasado de 20 euros el saco de 15 kilos a rondar los 30, un incremento que no llevan al cucurucho porque hace dos años subieron algo el importe y no quieren perder esos consumidores de un producto “que no es de primera necesidad”.

Fiestas

El diagnóstico lo comparte Felipe Pérez, de la asociación de castañeros de Salamanca. Las fiestas de la castaña en colegios y centros comerciales se complementan con los puestos en la vía pública para salvar un año “raro y difícil” marcado por una caída del 50% en la cosecha. “Agricultores que cogían 3.000 kilos en sus fincas ahora tienen solo 800″, indica el salmantino, que vende la decena a dos euros para ahorrar un poquito de donde puede. “La gente espera la temporada y lo consume mucho, siempre hay una moneda para un cucurucho y un paseo”, valora Pérez, que habla de una “subida criminal” en el carbón o más aún entre quienes asan con butano o luz e incluso en el papel de los envoltorios. “Hace 50 años se cogía en la provincia un millón de kilos de castaña; ahora ni 400.000″, asegura el charro, lo cual se acaba notando en los puestos.

El gremio enfrenta la contradicción de que las precipitaciones sean a la vez aliadas, para que engorden las castañas, y enemigas, pues reducen los paseantes y potenciales compradores. Así lo expresa Jorge Julián, acompañado por un transistor cantarín entre cientos de cucuruchos hechos a mano con papeles o incluso revistas. “Antes comía muchas castañas, pero ahora me dan cólicos”, sostiene el hombre, ducho al abrir con una navajita una raja en el fruto que degustan sus adeptos desde hace muchos años en esa isla calorífica entre el viento otoñal. El pacto generacional en torno a la castaña se aprecia con una niña sacándole calderilla de la cartera a su abuela para compartir con ella una docena, un trasvase de tradiciones que los castañeros celebran para perpetuar el negocio.

La matriarca Luisa lo comenta junto a su sobrina Isabel. “Tomad, coged unas pocas, que os estáis quedando helados”, ofrece al fotógrafo y al periodista que la escuchan despachar y bromear desde su trono. Petri Martínez y Mari Carmen González se acercan a por unas castañas para calentarse las manos minutos antes de que tres generaciones se citen ante esa mujer con mandil, monedas tintineantes en los bolsillos y manos veteranas que menean el género de cinco de la tarde a nueve y media de la noche entre octubre y febrero. La abuela Tere viene con su hija Antonia Rodríguez y su nieta Julia, que a sus seis años escucha con gula el rascar de la espátula sobre el aluminio del brasero, que mezcla el humo gris con el naranja de las ascuas. “He crecido con Luisa, llevo 30 años viniendo”, sonríe Rodríguez, que heredó el hábito de su madre y lo ha propagado a su hija, que no sabe elegir del todo si ama las castañas “porque están muy ricas” o “porque dan calorcito”. Menudo dilema.

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Sobre la firma

Juan Navarro
Colaborador de EL PAÍS en Castilla y León, Asturias y Cantabria desde 2019. Aprendió en esRadio, La Moncloa, en comunicación corporativa, buscándose la vida y pisando calle. Graduado en Periodismo en la Universidad de Valladolid, máster en Periodismo Multimedia de la Universidad Complutense de Madrid y Máster de Periodismo EL PAÍS.

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