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Columna
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Las castañeras

El escritor de costumbres sale de casa a primera hora de la mañana, saluda al portero, que barre la escalera, y a los niños que aguardan el transporte escolar y se acerca al bordillo para tomar el pulso al día. Con ojos entornados afronta las nubes y el amplio trozo de firmamento azul. Las aletas de su nariz indagan la menor huella de viento o humedad. Completado su conocimiento de la circunstancia, el escritor de costumbres se aparta de la vecindad de los automóviles, balancea suavemente su bastón mientras camina jovial por el centro de la acera, y al cruzarse con la primera dama desconocida, pero seductora, alza esa mano derecha suya de caligrafía retorcida y pensamiento simple y proyecta al cielo de Madrid su sombrero.

Ahí queda su gesto, y no lo repetirá. Porque un escritor de costumbres, es decir, el encargado de anotar el discurrir superficial de la vida, se convierte en el primer esclavo de su método. Y hoy este escritor, como tantos otros días, debe someterse a una disciplina de ritos para responder a su leyenda. No procede, por tanto, perseguir a la seductora forzando una cita. ¿Qué diría su lector ante este comportamiento audaz? ¡El primer observante de las costumbres ciudadanas desobedece las propias! Menudo regalo para sus rivales. Confortado por esta reacción de su temperamento, el escritor costumbrista se encamina al café mientras rememora, con un punto de melancolía, el perfil de la mujer desaparecida.

¡Magna avenida de Génova, Sagasta y Carranza, honor a las rondas! El escritor costumbrista se rinde al empaque de los antiguos bulevares y recita el verso de Dámaso Alonso -"Carranza es una levita"- antes de empujar la puerta giratoria del café. Desde ese instante, y al igual que la ventolera primaveral arrebata los sombreros, su fantasía olvida quimeras y entra en razón. Adiós damas primorosas, adiós Madrid señorito, adiós sorna del profesor Dámaso, hay que cincelar el artículo de costumbres. Y en ese café cuyo nombre rinde culto a la actividad mercantil, ese café destartalado y macilento de la glorieta de Bilbao, el escritor costumbrista se dirige a ejercer su tarea a la mesa que viene ocupando desde el Antiguo Régimen.

Cuando el camarero aparece con el café con leche y el vaso de agua, el escritor saca del bolsillo de la chaqueta las cuartillas, desenrosca la pluma, la tumba suavemente sobre el papel en blanco y, a la manera del sortilegio de Aladino, frota sus manos afiladas para concitar la aparición de las musas. El escritor de costumbres se inspira en la realidad circundante. Por ello, mientras activa la circulación de sus extremidades, mira a su alrededor. Lo temprano de la hora mantiene las sillas encima de las mesas en la zona donde un camarero echa serrín. Alguien, en la barra del café, comenta el tiempo de otoño y la caída de la hoja. El escritor de costumbres, sensible al latido ciudadano, aguza la oreja. Ahí hay tema para su artículo. La pluma, acostada sobre las cuartillas, reclama el estímulo inteligente.

El escritor curiosea por el ventanal y junto al quiosco de prensa ve apostarse la caseta que en verano se desmonta. Esa caseta indica la consolidación del otoño con tanta precisión como los datos meteorológicos consultados hace un momento por el escritor de costumbres. Es la dueña del negocio una mujer, sentada en una banqueta. Frente a ella, un tambor de fuego. Este aparato tiene dos pisos: en el más bajo arde la leña o el carbón; en el superior, separado de éste por una rejilla de panal, se asan las castañas. La vendedora viste un abrigo grueso y mitones, acaso un gorrito. Con un fuelle atiza el fuego, con la badila remueve las castañas para que no se quemen. De vez en cuando pregona su oferta en voz baja, como si rezase.

Es mediodía cuando el escritor termina los deberes: diez cuartillas de letra apretada que convertirá en plomo la linotipia y el cajista ajustará a dos columnas de periódico.

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A través del ventanal del café contempla el quiosco, y cuando pensaba regalarse con una comida por las cercanías, un malestar le sobrecoge: la caseta de la castañera a la que dedicó su artículo ha desaparecido. Mientras escribía la tuvo presente, ¿dónde está ahora? El escritor sale del café a comprobarlo. Pero ya su bastón no reconoce el terreno que pisa, porque no es su vista, sino su memoria, la que describe las costumbres.

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