Damián puede tener menos amiguitos que Danica
España tiene una tasa de fertilidad tan solo tres décimas superior a la de Ciudad del Vaticano
España tiene una tasa de fertilidad tan solo tres décimas superior a la tasa oficial de la Ciudad del Vaticano: 1,3 hijos por mujer fértil frente a 1. Y no, no somos un caso excepcional. Corea del Sur y Hong Kong están por debajo —0,7 y 0,9—, China está en 1,2, Italia y Japón en 1,3 hijos por mujer en edad fértil, Rusia en 1,5, Brasil en 1,6, Estados Unidos en 1,7, México en 1,8, Turquía en 1,9 e India en 2,0. En realidad, 134 países de los recogidos en el censo de población de la ONU tiene tasas inferiores a 2,1 hijos por mujer fértil que es la que mantiene constante la población. Más significativo todavía: de los 10 países en los que hoy vive el 50% de la población mundial, 9 están por debajo de esa tasa de reposición. Tan solo Nigeria (5,2) registra una tasa que asegura el crecimiento de su población.
Mirar a los datos en lugar de a las conjeturas puede ser muy útil para defenderse de las angustias que diariamente nos asaltan. Por ejemplo, la noticia de que ya somos 8.000 millones de habitantes en el mundo, incluyendo a Damián, el bebé dominicano que ha puesto la nota melodramática de la noticia, como ya ocurrió en 2011 con Danica, la niña filipina de los 7.000 millones.
Si se analizan los datos no hay que dar necesariamente por inevitable que el crecimiento explosivo de la población mundial sea un riesgo existencial de nuestra civilización. Que la sombra de las hambrunas, de las guerras por el acceso a los recursos, de la destrucción ecológica, y de los flujos migratorios incontrolables sean certezas que penden sobre el futuro de nuestros hijos y nietos.
Escapar de la trampa maltusiana de la población nos llevó más de un siglo. En 1800 éramos mil millones y solo a partir de 1870, cuando el progreso tecnológico se aceleró, fue posible romper la correlación negativa entre crecimiento económico y aumento de la población. Hacia 1920 ya éramos 2.000 millones, llegamos a los 3.000 en torno a 1960 y en 1975 pasamos a ser 4.000 millones. A partir de entonces, cada década ha traído 1.000 millones de habitantes más. Aunque el ritmo se desacelere, a final de siglo, la ONU prevé que seremos más de 10.000 millones. Los apocalípticos infieren que, de no cambiar nuestros estilos de vida —y ya de paso acabar con el capitalismo—, la presión sobre el planeta será insostenible.
Hay varios problemas con esta visión. El principal es que el progreso tecnológico existe: aun si fuésemos 10.000 millones en unas décadas, no hay ninguna certeza de que no vayan a existir innovaciones tecnológicas y sociales que nos permitan alimentar al planeta, retirar el CO2 o limpiar nuestros océanos. Creemos los incentivos para que esos sean los objetivos prioritarios y nuestra capacidad de adaptación y la ciencia generarán soluciones que hoy no imaginamos. Si se quiere ser pesimista, el camino más seguro es apostar por el no-crecimiento, el sensacionalismo y los prejuicios.
Intelectualmente hay una cuestión más excitante: ¿qué deberíamos estar haciendo hoy si pensásemos que en 2100 en lugar de 10.000 millones fuésemos 7.000 millones? Incluso sin guerras, apocalipsis climáticos o nuevas pandemias, no es un escenario inimaginable. De hecho, ni siquiera hay que pensar en un futuro muy distante. Las proyecciones de población del último World Economic Outlook del Fondo Monetario Internacional apuntan a que, en 2027, 55 países verán su población estabilizada y 16 —entre ellos Portugal, Italia, Grecia, Corea del Sur, Polonia, Rusia, Japón, China y Venezuela— caer en términos absolutos. Max Roser en Our World in Data prevé que, bajo determinados supuestos, en 2080 las muertes superarán a los nacimientos y la población mundial comenzará a decrecer.
Hay muchas razones que explican esta posible tendencia —por ejemplo, que crecemos no porque nazcan más niños sino porque mueren menos personas—, pero la más reconfortante es que a las mujeres, en todo el mundo, la tecnología y los derechos ganados les han dado mayor poder para decidir. A Inglaterra le tomó 95 años —desde 1815 a 1910— bajar a tres el número de hijos promedio de una familia, mientras que a Irán le ha llevado 10 años: desde 1986 a 1996.
Pensar que las mujeres de los países emergentes no van a comportarse como cualquier otra mujer en el mundo es otra forma de racismo: ellas son distintas, ellas no saben. Pero sí saben. Miren los datos.
Y deseen suerte a Damián: a lo peor tiene menos amiguitos que Danica.
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