El BCE se desarma
El repliegue del Banco Central Europeo pone a prueba los Estados en su lucha contra la estanflación
La decisión del BCE de acelerar la retirada de los estímulos monetarios complica la gestión de la crisis energética agudizada por la invasión de Ucrania. El anuncio de un incremento de los tipos de interés es comprensible, incluso necesario, en un contexto de inflación galopante. Sin embargo, con la supresión de las compras de deuda pública y privada por parte del banco central (la otra gran herramienta de la política monetaria, junto con los tipos de interés) la economía perderá uno de los principales apoyos en un momento particularmente complicado.
Los expertos del BCE reconocen que la crisis energética pasará factura, y recortan la previsión de crecimiento para la eurozona. Cualquier previsión es arriesgada, por las incertidumbres extraordinarias acerca de la senda de precios energéticos, la evolución geopolítica y la propia duración de la contienda en Ucrania. Pero la magnitud del ajuste parece escasa: la economía avanzaría todavía un 3,7%, solo medio punto menos de lo anticipado antes del estallido de la guerra. Sin duda, la levedad de la revisión se explica por las hipótesis que sustentan la previsión: el BCE prevé un barril de Brent en menos de 93 dólares, cuando en la actualidad cotiza ya en el entorno de 110. Por tanto, el escenario alternativo, caracterizado como adverso por el BCE, con un crecimiento del 2,7%, parece más verosímil. Esto significa que el crecimiento de la economía se pararía en los próximos meses (habida cuenta del elevado nivel de actividad alcanzado hasta el inicio de las hostilidades, un estancamiento del PIB a partir del segundo trimestre todavía conllevaría un crecimiento del 2,2%).
Nos asomaríamos a la tan temida estanflación, y ya se pueden discernir algunos síntomas de ese riesgo. La decisión por parte de la UE (justificada desde el punto de vista geopolítico) de reducir su dependencia de los hidrocarburos rusos, seguirá tensando los precios energéticos. En España, si el petróleo detuviera su escalada (gracias a la vuelta al mercado de Irán y Venezuela) y el gas volviera a su cotización de inicios de año, el IPC todavía alcanzaría una media superior al 6% en 2022 —un valor próximo a la previsión para el conjunto de la eurozona en el escenario adverso del BCE—. Los salarios están abocados a perder poder adquisitivo, y los márgenes de las empresas no energéticas a reducirse. Las industrias electrointensivas, como la siderurgia, están particularmente expuestas, y podrían multiplicar los parones de producción.
El shock también entraña un deterioro de las cuentas públicas. Este es un mal necesario, como lo fue durante la pandemia, porque el Estado no va a tener más remedio que compensar el encarecimiento de la luz para empresas y hogares vulnerables. También podría tener que recurrir a una nueva ronda de ERTE y afrontar una caída de ingresos generada por la desaceleración de la economía. Pero entre tanto, el BCE repliega su arsenal, y así tendremos que colocar toda la deuda emitida en unos mercados volátiles, que exigirán una remuneración más elevada.
Antes del conflicto bélico, el retorno de las reglas fiscales a partir de 2023 era ya un objetivo ambicioso. Ahora sería contraproducente. Renunciar a activar ya las reglas fiscales no justifica una expansión indiscriminada del gasto, sino su focalización en torno a las consecuencias más inmediatas de la crisis energética. Los fondos europeos podrían ser el principal propulsor de actividad, a condición de priorizar los proyectos de transición energética y la transformación del modelo productivo.
Es en este contexto que Bruselas se abre a dos iniciativas oportunas: un plan para afrontar el impacto de la crisis energética financiado por deuda mancomunada, y medidas de excepción para limitar el traslado del precio del gas en la factura eléctrica. Esperemos que las propuestas se traduzcan pronto en medidas efectivas para reducir el riesgo de estanflación. Y que el BCE, pese a reducir su arsenal monetario, demuestre su respaldo a la estabilidad del euro.
IPC
El incremento del IPC (7,6% en febrero en tasa interanual) muestra que la escalada de los precios energéticos, además de no dar tregua, se está trasladando a la mayoría de bienes y servicios que componen la cesta de la compra. El IPC subyacente, que excluye la energía y los alimentos frescos, aumentó seis décimas en un solo mes, hasta el 3%. Destaca el encarecimiento de los alimentos elaborados y de bienes industriales como los automóviles y los muebles, particularmente expuestos al alza de las materias primas y de los suministros importados.
Raymond Torres es director de coyuntura de Funcas. En Twitter: @RaymondTorres_
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