El activismo político de Musk ensancha su imperio empresarial
El magnate centra la mirada en Europa, donde combina alianzas con líderes ultras e intromisiones en asuntos internos, en un momento dulce para sus compañías tras la victoria de Trump
Elon Musk ha roto las fronteras. El personaje del empresario más exitoso del mundo convive desde hace meses con el del tipo que se codea con líderes extremistas y sermonea a países soberanos sobre sus políticas, con el Reino Unido y Alemania como objetivos preferentes. Esta nueva faceta política, sea estrategia corporativa o puramente ideológica, le ha reportado ya cuantiosos beneficios económicos: las acciones de Tesla han subido más de un 50% desde la victoria de Donald Trump, el candidato al que ha ligado su destino; la valoración de su red social X.com, en caída libre, ha cortado su sangría; el bitcoin y las principales criptomonedas, en las que invierte, se mueven cerca de máximos históricos; y las recientes rondas de financiación de xAI, su empresa de inteligencia artificial, y SpaceX, la aeroespacial, han catapultado sus precios de mercado.
Conquistado Washington, el campo de batalla de Musk se ha trasladado a Europa, donde sus intereses económicos no son menores. Se ha propuesto hacer caer al primer ministro laborista Keir Starmer, cuyo Gobierno prepara nuevas regulaciones para las criptomonedas y la inteligencia artificial, y que negocia con Amazon su entrada en el negocio de banda ancha a través de satélites de órbita baja, el llamado Proyecto Kuiper, que competiría directamente con Starlink, propiedad de Musk, ahora mucho más adelantada, con 87.000 conexiones en el país, la mayoría en zonas rurales. Esa lucha feroz se ha trasladado también a Francia y España, donde el Ejecutivo de Pedro Sánchez acaba de conceder a Kuiper la licencia para operar.
Los ataques furibundos de Musk a los líderes con los que no comulga cohabitan con los acuerdos empresariales y el cortejo de aquellos con los que mantiene buena relación. La primera ministra italiana, Giorgia Meloni, tuvo que salir a dar explicaciones este jueves sobre las negociaciones que mantiene con SpaceX para adjudicarle por 1.500 millones de euros la seguridad de las comunicaciones del Gobierno y el ejército, a través del encriptado de teléfonos e Internet, así como el uso de satélites para casos de emergencias como ataques terroristas y desastres naturales. “No hay alternativa” a SpaceX, argumentó Meloni.
Sus lazos con otros líderes europeos, como el húngaro Viktor Orbán, con el que se vio en diciembre junto a Trump en la residencia de este en Mar-a-Lago, también le abren la puerta a bloquear iniciativas comunitarias que perjudiquen a sus empresas. Musk ha convertido su amplia chequera en arma política. No solo financió la campaña de Trump con 277 millones de dólares. También ha pedido invertir en la Argentina del libertario Javier Milei, y ha dicho estar dispuesto a hacerlo él mismo. Eso se une a su proselitismo para aupar a la ultraderechista AfD en Alemania, entrevista a su líder, Alice Weidel, incluida, garantizándose así aliados en caso de que la extrema derecha toque poder en algún momento, como puede suceder en la vecina Austria.
Sus continuas intromisiones, sin embargo, también amenazan con provocar un efecto rebote contraproducente para sus intereses: se ha granjeado el rechazo de Ejecutivos como los de Francia, el Reino Unido, Alemania o España. Y Bruselas, un gigante regulatorio, que ya tiene un expediente abierto contra X que puede derivar en una multa millonaria, le ha advertido de que la antigua Twitter no puede promover sus posiciones políticas por encima de otras. En el plano comercial, se juega que potenciales clientes y usuarios de Tesla y X que desaprueben su modo de actuar y su participación en lo que Macron y Sánchez han denominado “la internacional reaccionaria” le den la espalda, como ya hicieron algunos anunciantes, y busquen alternativas como la red social Bluesky.
El ascenso de un excéntrico
Elon Musk lleva el riesgo en las venas. El hombre más rico del mundo ha tomado el relevo a una generación de inversores de corte tradicional encabezados por Warren Buffett, partidario de no poner dinero en lo que no entiende y en el poder del tiempo para hacer crecer el patrimonio. Musk es la antítesis de ese prototipo conservador y precavido. Es temerario y ocurrente. No le importa coquetear con la quiebra y el fracaso —como él mismo reconoció, Tesla rozó la bancarrota entre 2017 y 2019, e iniciativas como el Hyperloop para viajar en tren a 1.000km/h duermen el sueño de los justos—. Rehúye del sentido común, invirtiendo y fundando compañías en sectores que no comprende, al menos no en profundidad, porque casi nadie se ha sumergido en ellos antes. Fiándose de sus impulsos e intuiciones, se zambulle en planes futuristas, ya sea enviar naves espaciales a Marte, implantes de chips en cerebros humanos para conectarlos a computadoras o coches autónomos recorriendo las calles sin conductor.
Cuesta encontrar una industria de vanguardia en la que no esté presente: ha construido su imperio a través de firmas de coches eléctricos (Tesla), redes sociales (X), inteligencia artificial (xAI), aeronáutica (SpaceX), internet por satélite (Starlink) o neurotecnología (Neuralink). Y cree fervientemente en el futuro de las criptomonedas, en las que invierte. Sin embargo, su figura divide y polariza. Mientras para sus devotos seguidores es un genio y un visionario —una suerte de Leonardo da Vinci contemporáneo, en palabras recientes del presidente argentino, Javier Milei—, sus detractores, cada día más numerosos, lo ven más como un Rasputín moderno, susurrante al oído del hombre más poderoso del mundo, sobre el que despliega su influencia. Y no le perdonan su creciente activismo ultraderechista, injerencias electorales incluidas, ni su falta de interés por combatir los bulos, cuando no es él mismo quien los propaga.
¿Cómo llega el hijo de un ingeniero y una modelo a convertirse en el hombre más rico del mundo? La fortuna de Elon Musk supera los 400.000 millones de dólares, casi el doble que la del segundo, el creador de Amazon, Jeff Bezos, y por encima del PIB de Sudáfrica, el país que le vio nacer en Pretoria hace 53 años. Desde niño, Musk tuvo dos obsesiones: la tecnología y Estados Unidos. En su biografía sobre el magnate, Ashlee Vance relata el momento en que vio su primera computadora en un centro comercial de Johannesburgo. No paró de insistir hasta conseguir que su padre la comprase. “Se suponía que hacían falta seis meses para asimilar el manual. Me obsesioné y me pasé casi tres días sin dormir hasta que acabé la última lección. Me parecía lo más increíble que había visto en la vida”, le cuenta Musk a Vance.
A los 12 años crea su primer videojuego, Blastar, y empieza a albergar la idea de que el lugar ideal para crecer estaba a miles de kilómetros de allí, en EE UU. “Sudáfrica era como una prisión para alguien como Elon”, dice su madre en la biografía de Vance. No se equivocaba. Pese a los intentos de su padre por disuadirle —despidió al servicio doméstico y le obligó a hacer todas las tareas para enseñarle cómo sería “jugar a ser estadounidense”—, nada le frenó. En la Universidad de Pensilvania, donde estudió Física y Matemáticas, se sintió comprendido. “Estar rodeado de frikis le entusiasmaba”, recuerda su progenitora.
Con el diploma en la mano, Musk puso rumbo al Oeste, hacia el epicentro de toda la acción, Silicon Valley, y tras hacer prácticas en un compañía de videojuegos y otra que investigaba tecnologías aplicables al coche eléctrico, en 1995 funda Zip2 junto a su hermano Kimbal, una especie de páginas amarillas donde los comercios podían darse a conocer para un Internet todavía en pañales. Al fin y al cabo, como repetía Musk, todo el mundo tenía derecho a conocer la ubicación de su pizzería más cercana.
Su venta cuatro años después por 307 millones de dólares fue clave para la escalada que estaba a punto de emprender: ya no era un recién llegado que pedía dinero a su padre para alquilar un local. Era un millonario puntocom. Y el dinero le quemaba en las manos: ese mismo año fundó el banco online X.com —germen de PayPal—. Y luego vendrían el fabricante aeroespacial SpaceX en 2002, Tesla en 2003, Solarcity en 2006, especializada en energía solar, que acabaría siendo adquirida por Tesla, OpenAI en 2015 —de la que salió precipitadamente tras un enfrentamiento con su actual consejero delegado, Sam Altman—, Neuralink y la empresa perforadora de túneles The Boring Company en 2016, y Twitter (actual X) en 2022.
Tesla, la octava mayor empresa del planeta por capitalización bursátil, se convirtió en 2023 en el primer fabricante de vehículos eléctricos en colocar uno de sus coches, el Model Y, como el más vendido del mundo, y es la que sostiene la primera plaza de Musk entre los multimillonarios. En cambio, los 44.000 millones de dólares que pagó por X pronto se revelaron como una cantidad excesiva. Los cálculos de la firma de inversión Fidelity señalan que su valor es hoy más de un 70% inferior, en torno a 12.000 millones. La adquisición le ha reportado réditos de otro modo: la red social asegura que cuenta con más de 600 millones de usuarios activos mensuales, y Musk dispone de 212 millones de seguidores, el equivalente a la población de Alemania, Italia, España, Portugal y Grecia juntas. Ese potente altavoz, y la ausencia de moderación de contenidos en aras de una supuesta libertad de expresión, han convertido la red en la plataforma idónea para los nuevos y rentables propósitos políticos de Musk.
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