No es la Europa de los mercaderes
El TTIP, que debería relanzar el comercio con EEUU, encalla por un asunto menor
Una manera de crecer y crear empleo, hoy, es el intercambio —comercio, pero también inversiones y otras relaciones económicas— entre distintos bloques regionales, siempre que sean compatibles con la Organización Mundial del Comercio (OMC). Este es el espíritu que anima la negociación (tropezada en el Parlamento Europeo) del TTIP (Tratado Transatlántico de Comercio e Inversión o Transatlantic Trade and Investment partnership), entre la Unión Europea (UE) y los EE UU. Que no se limita al tradicional desarme arancelario comercial, sino que estimula un marco común para las inversiones, una convergencia de reglas, y un acceso más fácil de las pymes (sobre todo las europeas, menos viajeras) a ambos mercados, al eliminar trabas burocráticas.
Si la ocasión la pintan calva, porque Barack Obama es favorable y no sabemos qué ocurrirá cuando deje el puesto en 2017. Si sabemos que todo acuerdo anterior de liberalización comercial ha impulsado el crecimiento de los territorios consorciados. Y si los sabios (aunque se equivoquen) calculan que en este caso, ese aumento del PIB sería de unos 119.00 millones en la UE (el 1% del PIB: igual al presupuesto común) la cuestión se perfila (estudios del CEPR y de la Fundación Bertelsmann). Los más beneficiados serían los países con mayor capacidad de entrada en el mercado norteamericano, quienes disponen de un fuerte sector agroalimentario (como los del Sur), los pródigos en manufacturas específicas (calzado), y los sectores predominantes en pymes, menos duchas en exportar: el PIB per cápita aumentaría en el caso español, proyectan, en más de un 6%. No es un asunto menor.
Desde que se estrenó la comisaria sueca Cecilia Malström, liberal-progresista, se ha producido un vuelco en casi todo: la transparencia de los negociadores europeos ante la Eurocámara es total . Y se han logrado cotas difíciles para el otro lado: la obligatoriedad de cumplir las normas de la OIT para los productos fabricados allí, con lo que se evita que el menor coste propio de la desprotección social presione a la baja contra los salarios europeos. O la exclusión total de los servicios públicos del ámbito del TTIP: se temía que se fueran desmochando por impacto del acuerdo, por su mayor peso en Europa. O el compromiso de Bruselas de mantener los estándares sociales y mediambientales europeos, tantas veces más exigentes. Pero cuidado con la altanería casera. Aquí no tenemos apenas alimentos transgénicos, pero allá no han sufrido episodios como el de nuestras vacas locas.
Bajo debates tan concretos, palpita una pulsión geoestratégica. Norteamérica mira cada día más al Pacífico. Y Europa corre el riesgo de quedar a contrapié de un comercio mundial relocalizado. Desde ese gran angular, sorprende que el proyecto encalle, por los tecnicismos de la resolución de conflictos en el exclusivo ámbito de las inversiones (arbitraje, tribunal especial, solución mixta). El diablo –la rancia discusión contra la “Europa de los mercaderes”, que dejó a las izquierdas de la socialdemocracia varadas en los años cincuenta—sigue habitando en los detalles. Sucede. También cuando se creó la OMC un elemento clave del debate fue la textura del mecanismo de resolución de conflictos. Y se resolvió.
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