0% crecimiento; 0% inflación
La nueva Comisión Europea es más ortodoxa que la anterior en materia económica
De las sucesivas reuniones de las estructuras económicas de la Unión Europea (UE) se desprende la posibilidad de que la zona entre en una tercera recesión dentro de la Gran Recesión, o que inicie un periodo a la japonesa, de estancamiento sin inflación. Si el diagnóstico se va afianzando, no lo hace al mismo ritmo la aplicación de las medidas necesarias para corregirlo. La división entre países y los egoísmos nacionales lo van impidiendo semana tras semana, mes tras mes.
La secuencia metodológica de estas reuniones dice mucho. Primero, el Banco Central Europeo (BCE), el único instrumento práctico hasta ahora de la política económica, aunque parte de sus críticos entiendan que también ha actuado fuera de tiempo; luego el Eurogrupo (ministros de Economía de los países del euro) y, por último, el Ecofin (ministros de Economía de dentro y de fuera de la eurozona). En octubre, llegará la cumbre de jefes de Gobierno. Reuniones en círculos concéntricos, a las que dentro de poco se unirán los nuevos responsables de Economía de la Comisión Europea (CE).
Desde muchos puntos de vista, la nueva CE compuesta por Juncker mejora sustancialmente la anterior, la de Barroso; desde el económico hay continuidad, o quizá retroceso, hacia posiciones todavía más ortodoxas, favorables a las políticas de austeridad y de ajuste rígido de las cuentas macroeconómicas. Los currículos de los dos vicepresidentes económicos, el finlandés Kaitanen y el letonio Dombrovskis, muestran personajes mucho más preocupados por el rigor (mortis) que por el crecimiento y el empleo. A ellos deberán rendir cuentas los demás comisarios económicos sin rango de vicepresidentes. Los palomas se someterán a los halcones. Las principales críticas previas al nombramiento de Juncker como presidente de la CE lo eran por federalista (las que llegaban del Reino Unido) o por haber sido presidente del Eurogrupo y, por lo tanto, uno de los filósofos centrales de las políticas de austeridad que han conducido a Europa otra vez al estancamiento, estas últimas provenientes de la izquierda. Pues bien, los máximos nombramientos económicos de la CE parecen consolidar este segundo tipo de críticas.
De esos cónclaves ha emergido poco a poco un nuevo discurso, una nueva ortodoxia: ha llegado el momento de tener como prioridad el crecimiento y el empleo y dejar de pensar en los equilibrios macroeconómicos como una obsesión. Lo dijo, muy gracioso, el ministro de Economía español, Luis de Guindos, que reclama un ejercicio de “autocrítica” de la política económica seguida estos últimos años por él y sus compañeros europeos de cartera. Es la segunda vez que lo hace. El problema es pasar de las musas al teatro, del discurso a la financiación.
Tan regulares están las cosas que el presidente del BCE, Mario Draghi, ha devenido en una especie de “keynesiano” (entre comillas). Su esquema es el siguiente: para que dé resultados la política monetaria aprobada —reducción de los tipos de interés, inyecciones de liquidez, compra de deuda privada, y quizá en el extremo, compra de deuda pública de los países más apurados— se requieren, al mismo tiempo, otras tres políticas: reformas estructurales en los dos países grandes más aquejados por los problemas (Francia e Italia); flexibilidad fiscal (más años para que estos países lleguen a la meta de un 3% máximo de déficit público y cumplan el pacto de estabilidad), y un programa europeo de estímulos de alrededor de 300.000 millones. Pero no es seguro que Hollande, Valls y Renzi consigan esas reformas y es difícil que Merkel, per se o a través de sus representantes en la CE, conceda más plazo para la consolidación fiscal —un tiempo del que no dispusieron los países intervenidos— y dinero fresco para financiar un plan de inversiones públicas en todo tipo de infraestructuras.
Lo que está sucediendo en Alemania es muy representativo de su posición. Al presentar las líneas básicas de los Presupuestos de 2015, el ministro de Economía, Wolfgang Schaübel, anunció que su país no emitirá deuda pública el año que viene, y buscará mantener esa tendencia en los ejercicios siguientes. Lo que, de hecho, significa que Alemania no creará infraestructuras con inversión pública y que desoye todos los llamamientos (el último, el del FMI) para que active, solidariamente, la inversión pública europea.
Así están las cosas.
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