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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Otros turismos

Manuel Rodríguez Rivero

El mundo no es suficiente. Durante siglos la solución estuvo en los viajes. Sólo unos pocos, ricos, aventureros o melancólicos, podían colmar su sed de aventura, su curiosidad o su ansia de poner tierra de por medio. Thomas Cook lo cambió todo, empequeñeciendo el planeta para siempre. Si los grandes viajeros de los siglos XVIII y XIX acabaron definitivamente con las terrae incognitae que los geógrafos antiguos estampaban en los márgenes de los mapas, las agencias de viaje pusieron el mundo al alcance de casi todos. A partir de las vacaciones pagadas, una conquista popular generalizada en los años treinta, el viaje "por placer" se ha ido convirtiendo en una necesidad, en la forma preferida de escape de las masas. Y en una industria millonaria que no ha cesado de crecer.

En esos catálogos encontramos territorios creados por hombres y mujeres que, tal vez, se alejaron muy poco de su casa

Fitur, la Feria Internacional de Turismo que acaba de celebrarse, ha terminado con menos campanas al vuelo que en años anteriores. La recidiva de esta inacabable recesión afecta a los bolsillos de los europeos, que se lo piensan dos veces antes de endeudarse en lo que antes se consideraba gasto fijo anual. La oferta se abarata y se multiplica, algo muy conveniente para los destinos "seguros": el sector turístico español se beneficia por los precios aún asequibles y por lo que los analistas denominan "acontecimientos geopolíticos del norte de África y Oriente Medio". De modo que parece que vendrán aún más y nos iremos un poco menos.

En todo caso, el viaje de placer se ha convertido en un trámite. La costumbre y las agencias han logrado que forme parte de la panoplia de bienes "culturales", precisamente en una época en que la cultura se utiliza como medio de seducción, como reclamo para estimular deseos que pueden comprarse. Y, así, cuando viajamos lo hacemos por un mundo que ya conocemos: la publicidad, las recomendaciones de los amigos (todo el mundo conoce a alguien que ha estado en alguna parte, por rara que se nos antoje), la diaria dosis de programas "viajeros" suministrada puntualmente por las televisiones, han logrado que nuestro mapa imaginario del mundo se parezca mucho al desmesurado, perfecto e inútil que levantaron los geógrafos de cierto imperio antiguo y borgiano, tan prolijo en sus detalles que su tamaño coincidía con el del propio territorio cartografiado. La representación, convertida en realidad, hace el viaje redundante.

Pero hay otros destinos posibles, y más baratos, que merecerían otra Fitur, quizás más adecuada a épocas de crisis. Se trata de lugares que no están en los mapas o que, si están, figuran con otro nombre, enmascarados por el mito o la literatura. De esos sitios también existen guías y catálogos: la Guía de los lugares imaginarios, de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi (Alianza, 1993), o el muy reciente Dictionnaire des lieux et pays mythiques, dirigido por Olivier Battistini y publicado por Robert Laffont, inventarían cientos de ellos. Desde la extensa Tierra del Medio de Tolkien a la pequeña isla del tesoro de Steveson, de la encantada Ínsula Firme de Amadís, al país de los Houyhnhnms, descubierto por Lemuel Gulliver. En esos catálogos encontramos territorios creados por hombres y mujeres que, tal vez, se alejaron muy poco de su casa. Algunos nunca existieron; otros fueron el resultado de sueños de reforma que no cuajaron, como las comunidades "armónicas" de los socialistas utópicos, en las que no había crisis. Y otros (no siempre mencionados en esas guías) mimetizan lugares reales a los que la literatura cambió el nombre para brindarles nueva vida: el Wessex de Hardy, la Vetusta de Clarín, el Yoknapatawpha de Faulkner, la Mágina de Muñoz Molina, la Comala de Rulfo, el Balbec de Proust, la Región de Benet, el Yonville de Emma Bovary. En ellos reside también la aventura. Y si no tienen un stand en Fitur (con muestras de la gastronomía de la zona), al menos dejémosles que ocupen un lugar en la biblioteca.

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