La canción del 'e-mail'
Una de las primeras mañanas de este primer mes del duodécimo año del tercer milenio (o Era del Inicio del Inicio del Inicuo), y aprovechando una pereza legendaria que me subía por las piernas, aproveché para limpiar mi correo electrónico. Suelo fumigar periódicamente las respuestas, mis respuestas, como aconseja mi servidor, con el consiguiente arrepentimiento que sigue. Sin embargo, tengo mucho más cuidado con las entradas, porque me parece que destruyo algo de los demás. Por supuesto, lo que hago todos los días, o casi, es deshacerme de la lista de spamtosos, que no solo incluyen propuestas para que me alargue el pene o me quede tiesa a viagrazos, y amables proposiciones de señoritas de exóticos nombres: como spam tengo clasificado también el correo de unos pocos individuos que jamás debieron ocupar un sitio en mi vida. Qué le vamos a hacer, nadie es perfecto, y seguro que yo también he resultado spamtosa para alguien. Forma parte del curso natural de la existencia, que abarca no pocos errores, malentendidos y desencuentros.
"Como 'spam' tengoa personas que no debieron ocupar un sitio en mi vida"
Dándole al buscar y escribiendo determinados nombres, me surgieron colecciones de correspondencia que no he dudado en borrar, bien porque trataban de temas de escasa relevancia ya en su momento, o porque aparecen periclitadas por el paso del tiempo. También hay bloques perfectamente inocuos de personas que, siendo amigas, o habiéndolo sido, en pocas ocasiones abrieron su corazón: te das cuenta cuando les lees, quizá porque ya no les quieres, de que su paso por la vida de los otros -de la tuya, también- no va más allá del vestíbulo, de mirar los carteles, de consultar los hit-parades de tus momentos íntimos. Eso se borra con mucha tranquilidad: hojarasca cibernáutica.
Sin embargo, se producen verdaderas sorpresas. Son los correos cotidianos, destinados a dejar huella. En un par de mensajes perdidos al fondo de la cola reaparece un momento de principios de noviembre de 2008. En uno, mi amiga Mónica, la periodista, me cuenta que tiene poco trabajo "porque todas las redacciones están con las elecciones estadounidenses", y que, en consecuencia, podríamos hacernos un "ABC". Estamos en Beirut en ese momento, yo todavía creo que me quedan muchos años de vida en esa ciudad. Su correo corresponde al día 4 de noviembre, y estoy segura de que nos encontramos a mediodía, como solíamos hacerlo, en la sección de cosmética de la planta baja de los grandes almacenes de la plaza Sassine, y acabamos comiendo en un bistrot, tras lo cual se impuso un café y una pipa para mí en un sitio muy moderno, con narguiles de diseño y camareros muy guapos y mentalmente subprime. Esa tarde, seguramente, regresé a mi apartamento y encontré otros correos, entre ellos alguno de esas personas destinadas a desaparecer de mi vida, ellos y sus huellas.
Recibí otro a la mañana siguiente, el 5 de noviembre: "Obama gana, nos vemos en el Sporting". Se trata de mi amigo Jesús Santos, por entonces canciller en la Embajada de España. ¡Obama! Ambos correos me devuelven a aquellas elecciones, a la emoción que sentimos y a que, pese a todo, yo me curé en salud escribiendo para este periódico una columna en la que confesaba que, en el fondo, me temía lo peor: que también el nuevo presidente nos defraudara. No iba muy errada, pese a que, comparado con su predecesor, el de ahora es Teresa de Calcuta. Pero no ha ido contra Wall Street y lo militar también le pone.
Gracias a este repaso me doy cuenta de que mi colaboración con mis amigas de El Refugio, que rescatan animales
-sobre todo, galgos-, ya ha cumplido sus añitos. Y eso, como comprenderán, no lo borro. Como tampoco borro las deliciosas cartas de pesares adolescentes que me envía una amiga que con los años ha ido madurando, y cuya peripecia vital se refleja en sus espaciadas pero puntuales y, para mí, preciosas misivas.
Éstas son lecciones que no se desvían mucho de las que recibíamos con la correspondencia en papel, pero a las que ahora podemos acceder gracias a la tecnología. Y, si antes nos producía un placer indecible romper y rasgar según qué, ahora darle a la tecla borrar tampoco es moco de pavo.
Y guardar, ya saben. Es volver a vivir.
www.marujatorres.com
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