El poder de las apariencias
Este título pertenece al monográfico sobre la moda que Revista de Occidente debe tener todavía en los quioscos. No hay que perdérselo. Ni tampoco perder de vista cuánta importancia desempeña "la apariencia" en el cariz de una época.
Constantemente, en las fotografías de la Generación del 27 o en las de la Residencia de Estudiantes, por poner un ejemplo repetido estos días, aparecen grupos de amigos que pareciendo iguales o con gradación distinta, al final quedan resumidos en dos o tres rostros que cruzan las historias no ya como mascarones de toda la embarcación sino como las figuras superlativas respecto a las cuatro o cinco más que aparecen habitualmente en el grupo.
Más tarde, al cabo de los años, algún estudioso recuerda que aquel nombre casi borrado o sepultado por el tiempo fue capital en el conjunto.
Más tarde, algún estudioso recuerda que aquel nombre casi borrado fue capital
Capital y capitán de todos ellos pero que, por unas u otras razones, el olvido se encargó de absorber en un sumidero. Estos tipos que la historia no menciona sino de mala gana componen, sin embargo, la parte nutricia de aquella masa y aun no siendo siempre lo más sabroso, fueron imprescindibles para que su pasta flora ascendiera.
Estos segundones de las fotos, estos descartados de la gran baraja, no son, acaso, ni mejor que el grupo enaltecido, se llamen Dalí, García Lorca o Buñuel, pero no es seguro que fueran peores o que, sobre todo, hicieran tan solo bulto.
O sí. Con seguridad el relieve de una generación ilustre sería imposible sin que se abulte con un grupo suficiente para procurarle relieve. El bulto lo es todo. Esa generación destaca gracias a que descuella sobre sus antecedentes y sigue empinada ante sus consecuentes, pero para lograr ese perfil encimado es preciso que su torre posea la argamasa del bulto.
No doy ejemplos deliberadamente porque estas líneas no tratan de devolver su perdido perfil a quienes difuminó el recuento de los historiadores sino que están dedicadas a reclamar su importancia indispensable.
¿Fueron entonces discutibles y por eso se les dejó a un lado? Puede ser. Pero ¿cómo suponer una discusión, un argumento luciente, un Ortega y Gasset sin una cohorte de otros polemistas?
A Ortega, ya que sale aquí, le chiflaban las tertulias pero era, en buena parte, porque gracias a ellas, al montón de gente que acudía, él hallaba la frase fulgurante y los demás oían.
Sin ese pabellón intelectual no se le habrían ocurrido la mitad de ideas que le hicieron famoso. Y ocurrente. "No tiene ideas, solo tiene ocurrencias", decía de él Unamuno. Pero, a su vez, Unamuno no habría podido dibujarse como el búho malhumorado de la época sin el carácter seductor de Ortega. ¿Ortega seductor?
No solo necesitaba, desde luego, de la admiración que le regalaban las mujeres bien vestidas sino de un temple optimista y embaucador que sin territorio no habría llegado tan lejos. Una luz de su tiempo, un faro para las juventudes, una luminaria en la España oscura.
Todo esto es posible gracias a la hoguera que formaban en su entorno sus colaboradores y detractores. No fue una mediocridad como se ha supuesto que fueran todos ellos sino un rico caudal donde Ortega tomaba aliento y desde el cual, siendo mediático, multiplicaba por mil su secreta medianía. De esa transfiguración sería hija la "apariencia".
Aparecer o no aparecer no es un efecto de mayor o menor relevancia intrínseca sino precisamente el revelado. La positivación de la foto.
La historia antes de la fotografía ya ha seguido esta regla en los cronistas pero aún más cuando surgió el flash y se necesitaba, para ser técnicamente efectivo, dejar un alrededor poblado de sombras. De esos fogonazos vienen estos polvos. De esa ecuación se derivan los encumbrados en la "z" y quienes siguen diciendo "profesía".
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.