Tiempo de locos
Este tiempo de locos es paradójicamente de lo más normal, al menos para aquellos que siempre han escuchado su propia voz con un rastro de desconfianza. Kurt Vonnegut hablaba de ello en uno de sus últimos cuentos, o al menos en uno de los últimos en ser publicados en la colección póstuma, Mientras los mortales duermen. El cuento en cuestión se titula El guardián de la persona, y en él, una vez más, Vonnegut hace de la desconfianza hacia las propias intenciones un paisaje menos extraño de lo que pudiéramos suponer. De las grandes cuestiones de la humanidad no es la menor aquella a la que el gran escritor americano dedicó buena parte de su obra, el sujeto interior. Los muchos que tienden a ver siempre la felicidad cercada por los otros son corregidos en cierta medida por los pocos que conocen de primera mano al monstruo posible de nosotros mismos, y para estos pocos, el tiempo de locos en el que vivimos no es desde luego nada nuevo, ni sorprendente, ni mucho menos extraordinario.
Basta con saberse observado para dudar de nuestros gestos e intenciones"
Mis sueños son de lo más normales, que decía en una entrevista el viejo David Lynch con su habitual sorna.
Si uno hace el pequeño ejercicio de aguantar en la cama, aproximadamente, 10 minutos después de que el despertador haya sonado, para así recuperar la memoria de lo soñado, se dará cuenta enseguida de que el resto del día no es ni por asomo tan oscuro, y de que las piezas de la pesadilla encajan mejor de lo que en ocasiones la vigilia nos permite comprender.
Tanto Lynch como Vonnegut sirven para desmantelar la aparente paradoja que nos lleva a llamar a quienes cierran los ojos con más empeño, precisamente, visionarios.
La locura solo parece sorprender a aquellos que mostrando una capacidad sobrehumana han desterrado la posibilidad de la locura, a quienes con más imaginación que fortuna han inventado el mundo normal. Un edificio plagado de grietas, debidas, seguramente, a un apresurado diseño y aún no muy sensato cálculo de estructuras.
Desde las habitaciones de los hoteles y en soledad, cualquier comportamiento de esos otros que vemos en las no tan lejanas ventanas de sus vidas adquiere un matiz inquietante. Es en lugares así y por reflejo, donde nuestro propio comportamiento nos produce a su vez desconfianza. Basta con saberse o imaginarse observado para empezar a dudar seriamente de todos y cada uno de nuestros gestos y más aún de nuestras verdaderas intenciones.
Podría decirse que aquellos a quienes llamamos locos nos aterran por la extraña familiaridad que nos producen sus conductas. Y que estos tiempos locos en los que vivimos no dejan de coincidir con algunas de nuestras recurrentes sospechas.
Mucho me temo que si, en lugar de a países, bancos o empresas, la prima de riesgo la aplicáramos sobre nosotros mismos, no nos tranquilizaría demasiado el resultado. Y sin embargo, ¿por qué tenerle tanto miedo a lo que somos? Y dándole la vuelta a la pregunta, ¿quién nos dijo que éramos, o debíamos ser, normales?
Soñando con más atención caeríamos fácilmente en la cuenta de que estos tiempos son los nuestros, y esta locura, por tanto, no nos es ajena.
Resulta difícil decir, volviendo al cuento de Vonnegut, quién es realmente el mejor guardián de la persona, aquel que habita con normalidad entre sus sueños o aquel que pretende comprender sin ellos el resto largo del día.
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