Sin Pradera
A riesgo de convertir esta columna en un duplicado de la sección de necrológicas, hablaré de Javier Pradera. Es imposible no hacerlo. Alguna vez habré citado aquí, digo yo, un poema de Thomas Hardy titulado La segunda muerte. Según él, la primera muerte es una falsa muerte: nos morimos, pero de algún modo seguimos viviendo, al menos en la medida en que aún hay alguien que nos recuerda; sólo la segunda muerte es la verdadera, porque es la que sucede cuando todos nos han olvidado. Si Hardy está en lo cierto, la memoria es el cielo de quienes no creemos en el cielo, y evocar a los muertos no es una opción narrativa, sino un imperativo ético.
Me imagino que, sobre todo para los más jóvenes, Pradera era apenas un comentarista político de este diario; en realidad era uno de los personajes decisivos de la España del último medio siglo. Hijo y nieto de ilustres fusilados del bando franquista, católico y joseantoniano adolescente, crecido en el cogollo social de la dictadura, Pradera lo tenía todo para prosperar entre los vencedores, pero desde muy pronto echó su suerte con los vencidos. Esta decisión lo retrata por entero, porque define su coraje personal, su honestidad moral, su lucidez política; nadie representa mejor que Pradera lo mejor de su generación: una generación que, en plena posguerra, tuvo la valentía de apostar por la reconciliación cuando la reconciliación era, más que nunca, un sinónimo de traición. En 1954, con 20 años, Pradera entró en el PCE; dos años más tarde fue encarcelado por primera vez, acusado de organizar las revueltas estudiantiles que provocaron la primera gran crisis de la dictadura y pusieron los cimientos de la democracia actual. Los años sesenta fueron los de su abandono de la militancia comunista, pero más aún los de su trabajo como editor. En este ámbito su impacto ha sido descomunal. Pradera nos educó a todos: tras su muerte se ha recordado con justicia su trabajo en el Fondo de Cultura Económica, en Siglo XXI y sobre todo en Alianza Editorial, donde puso al alcance de varias generaciones de lectores lo mejor de la literatura y el pensamiento occidental; pero es que Pradera estaba en todas partes: baste recordar que fue él quien, junto con Joaquín Marco, hizo posible aquella Biblioteca Básica Salvat que acogieron tantos hogares españoles y que a los adolescentes de los setenta y ochenta nos permitió leer por vez primera a Dostoievski, a Tolstói o a Wilde. Tras la fundación de El País, Pradera se convirtió en periodista, y a la vez en mucho más que un periodista: si este periódico fue "el intelectual colectivo" de la Transición, como dijo J. L. Aranguren, Pradera fue el primer intelectual de ese intelectual colectivo; esto puede decirse de otro modo: poquísimos habrán contribuido como Pradera a la construcción del discurso de la izquierda democrática en nuestro país. Era la eminencia gris de la cultura española, el hombre que nunca salía en la foto, y el autor de uno de los textos más importantes de la Transición: el editorial de este periódico en la noche del 23 de febrero de 1981. Igual que él, su escritura aspiraba a la invisibilidad, pero era la más reconocible del periodismo español: poseía una puntería sintáctica infalible, una precisión jurídica y una seriedad germánica, lo que no le impedía pintar a Esperanza Aguirre como una "mocita retrechera" ni terminar un artículo llamando bribón a un bribón. Semprún se preguntó alguna vez qué hubiéramos hecho de no existir Pradera; es la pregunta más pertinente sobre él, salvo esta otra: ¿qué haremos ahora que no existe Pradera? La respuesta es fácil: lo más probable es que no hagamos más que tonterías.
"Era el autor de uno de los editoriales más importantes de la Transición: el del 23 de febrero de 1981"
Pradera consideraba juiciosamente que las necrológicas no deben escribirse en primera persona, para no correr el riesgo de que el muerto prestigie al vivo; pero yo no he sido nunca juicioso, y esto no es una necrológica. Además, necesito desahogarme: el último libro que escribí lo escribí para hacerme amigo de Pradera. Era un libro sobre la Transición y pensé que, en ese laberinto, nadie podía guiarme mejor que él. Pradera aceptó hacerme de lazarillo (o de uno de mis lazarillos: el otro fue Miguel Ángel Aguilar). Entonces comprobé que la realidad superaba a la leyenda. Tenía fama de hombre duro y aspecto de profeta tonante, pero su bondad sólo podía compararse a su cultura, a su inteligencia y a su feroz integridad personal; su generosidad no conocía límites: siempre que yo iba a Madrid nos veíamos, y siempre estaba disponible para comer o cenar y hablar hasta el agotamiento. En una ocasión, una vez publicado ya el libro, le pregunté como tantas veces por sus memorias; siempre encontraba excusas para no escribirlas, y aquel día esgrimió unas pocas antes de rematar: "Además, algunas de las cosas que yo quería decir ya las has dicho tú". No era un elogio, por supuesto; era una forma de decir algo evidente, que ahora mismo yo diría así: si algo bueno hay en ese libro, se le debe a él. No sé. Este país no debe de ser tan malo cuando ha dado a tipos como Javier Pradera.
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