Un resistente hasta el final
No sé por dónde empezar ahora que todo acabó. Quizás por el final, que aclara todo principio y los principios, que la experiencia va construyendo con vehemencia retrospectiva. Javier Pradera ha muerto como había vivido: con dignidad. La dignidad del hombre que se esfuerza por ser justo, para lo que es preciso no solo ideas e ideales, sino la voluntad de ponerlos y ponerse en constante prueba. Es algo que exige no poca capacidad de resistencia. Y Javier Pradera ha sido un resistente hasta el final. El tránsito fue tomando, en el tramo último, una velocidad de vértigo, aceleradísimo, por lo menos para quienes su existencia nos resultaba, afectiva, intelectual y moralmente, imprescindible.
Su generosidad te obligaba a sacar lo bueno que pudieras ser o producir
En su muerte, como al principio, ha transmitido la paz de los justos
Naturalmente, como es notorio, la importancia de Javier Pradera nos trascendía, pues no era necesario haber tenido un trato íntimo con él para comprender lo que ha sido para nuestro país su trayectoria como actor y pensador político, como agente cultural de primer orden y como periodista, esta última actividad sobrevenida en asociación con la creación y el desarrollo de EL PAÍS, al que moldeó por dentro y por fuera, siempre de forma discreta y generosa, siempre sabiéndose responsabilizar de cada una de sus opiniones y posturas, siempre anteponiendo lo que creía adecuado a su propia conveniencia.
Aunque conocí a Javier Pradera, como quien dice, antes de tratarlo personalmente, para mi generación ya era una referencia imprescindible desde cuando empezamos a pensar con libertad en la universidad en la época oscura del franquismo, pero, por los azares de destino, tuve el privilegio de trabajar junto a él desde hace unos 35 años. En EL PAÍS, desde su fundación, cuando me incorporé al comité de cultura, donde él era una de las voces más respetadas. En la editorial Alianza, donde desempeñé la labor de asesor de la colección de arte Alianza Forma durante el periodo final hasta su dimisión. Colaborando desde el principio en la revista Claves de Razón Práctica cada vez que Javier me requirió un artículo o lo que fuera. A través de todas estas experiencias aprendí a admirarle, a intentar seguir su ejemplo.
No obstante, siendo toda esta actividad pública compartida para mí crucial, en absoluto la puedo comparar con lo que me aportó su amistad a lo largo de todos estos años, una amistad que se fue estrechando hasta hacerse imprescindible y que me deja ahora en un estado de orfandad, de desamparo. Porque Javier Pradera te lo daba todo sin contraprestación alguna, haciéndote entender que esta generosidad te obligaba contigo mismo para sacar adelante lo bueno que pudieras ser o producir.
Decía al principio de este escrito que quería empezar por el final y quiero cumplirlo dentro de lo que el estado emocional y funcional me lo permiten. Este último mes de su vida, en el que se iba conscientemente consumiendo, no empleó un ápice de la energía restante en otra cosa que en el natural cumplimiento de su nada fácil deber profesional, como ha sido públicamente notorio. Pero, quienes le visitábamos cotidianamente en este postrer trance, nos enfrentábamos con el Javier Pradera de siempre, no solo atento a todo lo que pasaba alrededor, sino inquiriendo lo que a ti te preocupaba y lo que estabas haciendo. Recuerdo, muy pocos días antes de su fallecimiento, cómo me pidió que le contara todo lo que la neurobiología actual decía sobre el arte parietal del paleolítico, tema sobre el que estaba escribiendo, tan solo porque le dije que se había producido una revolución en este asunto en relación con lo que yo había estudiado respecto a mi época universitaria.
Es un ejemplo entre otros de su insaciable y universal curiosidad. Su ejemplaridad, sin embargo, era de mucho mayor calado, como lo era su sensibilidad, cada vez menos oculta en quien tenía un proverbial aspecto de personaje adusto y hasta en apariencia temible, algo que fue dulcificando con los años, llegando a ser de una afabilidad entrañable.
En su enfermedad final, como en las otras muchas que le atosigaron en los últimos tiempos, pasándole factura por su implacable autoexigencia, jamás le oí una sola queja, de manera que, hasta en la peor tribulación, pudo irradiar hacia los demás una sensación de paz. Este rebelde, este tenaz resistente, este inconformista, se reservó el conformarse con su suerte, sin por ello hacer historias. Al final, como al principio, ha transmitido la paz de los justos. Que ella le acompañe y nos siga rindiendo fruto a quienes, tras su muerte, nos quedamos desamparados. Me abrazo a su memoria y la de sus queridos supervivientes: su maravillosa compañera Natalia Rodríguez-Salmones, sus hijos, sus amigos.
Babelia
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