Las joyas que dejó la Estrella
Entre el fetichismo con diamantes y la promesa de perennidad que ofrecen las joyas, hoy por hoy, como refugio del capital, se desarrollará en Christie's de Nueva York, antes de la Navidad, una deslumbrante subasta: la de los tesoros de Elizabeth Taylor. Joyas increíbles -por su valor, por su tamaño, por su historia- para recordar, con un glamour del que ya no queda, a la última reina del cine, la gran diva por antonomasia y, seguramente, la más desenfadada y la mejor dotada para la supervivencia.
No solo se trata de joyas, aunque estas atraigan la mayor atención de curiosos, compradores y, muy especialmente, de fans de Dame Elizabeth. Habrá recuerdos para todo el que se acerque y pueda estirarse algo el bolsillo: vestidos; sillas de estudio con su nombre y el de su gran amor y dos veces marido, Richard Burton; gran cantidad de bolsos y, en general, memorabilia. Parte de las joyas habrán recorrido previamente, en exposición, varias capitales del mundo: Dubái, Ginebra, París y Hong-Kong.
La puja de alhajas durará dos días; el resto se liquidará en una semana. Precio de salida: 30 millones de dólares
Fue la gran diva por antonomasia y, seguramente, la más desenfadada y mejor dotada para la supervivencia
Liz recibió alguna que otra joya de sus primerizos y fortuitos maridos, pero fomentaba su pasión en paralelo
Jugaba con las joyas como una niña con sus muñecas. Para Liz, los sesenta estuvieron cuajados de diamantes
Tiaras, collares, diamantes color coñac, rubíes, esmeraldas, brillantes tallados como peras: la primera impresión que podríamos recibir es que la estrella acumulaba por codicia o por vanidad. Pero Taylor era más que eso. A su pasión desenfrenada por las joyas, que la acompañó durante toda su vida cinematográfica -más de sesenta años: se dice pronto-, incorporó el sentido del humor, la gracia y el estilo -a menudo, estruendoso- que presidió sus actos públicos y privados, sus triunfos y sus descalabros. Pocas mujeres de su época lograron tanto durante tanto tiempo. Me atrevería a decir que ni antes ni después hubo otra como ella. Pues Liz la superviviente, todavía hoy, desde su tumba, puede contemplar, como una Cleopatra burlona y de vuelta de todo, el revuelo internacional que se organiza en torno al precio de arranque estimado por Christie's, que la famosa entidad espera se supere astronómicamente durante las pujas -la de alhajas durará dos días; el resto se liquidará en una semana-, que es de 30 millones de dólares. El botín resultante irá a parar a los cuatro hijos de la actriz y a la Fundación Elizabeth Taylor contra el Sida. Ya antes, y por su cuenta, Taylor se desprendió de alguna que otra de sus joyas para construir un hospital en África. A su muerte, los directivos de la fundación comentaron que el mundo nunca sabrá cuántas vidas salvó Elizabeth Taylor en su lucha contra la enfermedad.
Joyas. Algunas talladas especialmente para ella -bajo sus instrucciones- por los mejores del oficio. Y más que joyas: símbolos de una realeza cinematográfica adquirida con naturalidad desde que, entre los 11 y los 12 años, triunfó como estrella infantil al protagonizar Lassie come home -en donde todavía el perro era más importante que ella- y, sobre todo, National velvet, la historia de una niña disfrazada de chico que consigue ganar el Grand National montando a su querido caballo. Liz, que había sido evacuada desde Inglaterra a California, con su familia, en 1939 -tenía siete años-, fue descubierta en la galería de arte de su padre por la novia del jefe de los estudios Universal. Y así empezó su carrera. Por lo que respecta a la afición por las joyas, hay que decir que a los 10 años, antes de trabajar en el cine, ya ahorró de su dinero de bolsillo para regalarle un broche a su madre, que adquirió con un buen ojo que predecía mejoras futuras.
Convertida en estrella infantil -princesita de origen británico: lo más para Hollywood-, creció con naturalidad en los estudios de cine, donde recibió educación y, sobre todo, lecciones de vida. Lecciones que la ayudarían a sobrevivir. Mimada y atendida, mediante producciones adaptadas a sus cualidades, atravesó la adolescencia y la juventud al tiempo que pasaba de ser Amy en la versión de Mujercitas de 1949 a la joven que se casa y es madre en El padre de la novia y su segunda parte, El padre es abuelo. Luego vinieron un filme magnífico y un papel estupendo, el de Angela Vickers en Un lugar en el sol, película en la que compartió estrellato con Montgomery Clift, que se convertiría en un gran amigo. Fue en ese filme donde se reveló su sensualidad apabullante y, por primera vez, resplandeció el terciopelo de su escote tanto como lo venían haciendo, desde su niñez, sus incomparables ojos color violeta.
Simpática y juguetona, ella misma explicó, muchos años más tarde, en su libro Elizabeth Taylor: My love affair with jewelry, que pocas chicas de su edad recibían un conjunto de rubíes por hacer algo tan sencillo como unos cuantos largos de piscina o, más adelante, "ganar un anillo de diamantes en una partida de pimpón con tu marido. Bien, yo lo hice, y por estos recuerdos, y por la gente de mi vida, me siento bendecida".
Durante la primera mitad de los años cincuenta se sucedieron películas y maridos no especialmente destacables por su calidad, aunque las primeras estaban marcadas por su belleza y el éxito de las sesiones de matiné, y las sucesivas bodas, por el estruendo que despertaban en la prensa. Ivanhoe, Rapsodia, Beau Brummell y La última vez que vi París se vieron jalonadas por un primer marido playboy y violento (el matrimonio duró 203 días), Nick Hilton, que resultaría ser tío abuelo de Paris ídem; y un marido pacífico y aburrido, el actor británico Michael Wilding, que le llevaba 16 años y con quien tuvo dos hijos, Michael y Christopher. Aunque no cabe duda de que Liz recibió alguna que otra joya de estos fortuitos cónyuges, también es cierto que ella iba comprándose alhajas para alimentar su pasión.
Vinieron dos buenas películas, Gigante (en la que intimó con otro gran amigo, Rock Hudson, cuyo fallecimiento por sida en los años ochenta la impulsó a dedicarse a la causa), y El árbol de la vida, de nuevo con Monty Clift. La primera tiara se encontraba ya a la vuelta de la esquina, en manos del visionario productor Mike Todd, que se convertiría en su primer gran amor y tercer marido. El suyo fue un matrimonio volcánico, sexual, ardoroso. Y muy breve. Todd tenía tanto carácter como ella, y existe el rumor -que posteriormente se reproduciría durante su primera unión con Richard Burton- de que ambos se entregaban a placenteras tundas mutuas selladas mediante explosivas reconciliaciones.
Mike le regaló muchas joyas, y ella le devolvió unas cuantas cuando el rodaje de su primera -y única- película en Todd-AO tuvo que interrumpirse por falta de fondos. Terminado el filme, Mike se estrelló en la avioneta que le conducía al preestreno, y su viuda, de religión judía como él, lo enterró según el rito hebreo. Su tumba fue saqueada porque había cundido el rumor de que la actriz había introducido un anillo de brillantes de 100.000 dólares en el índice de su amado. No era verdad. A Elizabeth no le importó nunca prestar sus joyas a sus amigas ni lucirlas en sus películas, pero era demasiado práctica para enterrarlas.
El accidente ocurrió en 1958 y Elizabeth Taylor estaba rodando una joya del cine: La gata sobre el tejado de zinc. El dolor por su viudez arrancó de ella una interpretación tensa y sensible. A sus 26 años, ya había vivido de todo, pero lo que la esperaba era mucho más. Se hallaba a punto de alcanzar uno de sus récords: el del escándalo. Incapaz de consolarse sola, le echo el ojo a Eddie Fisher, exitoso crooner del momento y el mejor amigo de su difunto marido, así como el peor marido de su mejor amiga, la actriz Debbie Reynolds. Fisher, que toda su vida fue un mujeriego, se postró ante la mujer a quien consideraba The Queen. Mucho después -hace pocos años-, Carrie Fisher, hija de Eddie y Debbie, que fue la princesa Leia de la primera saga de La guerra de las galaxias, dedicaba parte de un ingenioso monólogo que representó en Broadway a reconstruir, puntero en mano y pizarra desplegada, los nexos entre realezas de Hollywood que dieron como fruto parentescos curiosos entre varias familias. "Soy de las que tienen que interrogar a su hija sobre con quién está saliendo, no sea que vaya a cometer incesto", comentaba con sorna.
En medio de los ataques de ira que la boda había provocado en el puritano Hollywood, Eddie Fisher, feliz como un gato al que su ama rascaba la barriga, acompañó a su mujer a Roma. Ignoraba, el pobre, que la reina estaba a punto de convertirse en Cleopatra, y que las minifaldas de Marco Antonio iban a hacer el resto. Aquel rodaje fue uno de los más accidentados de la historia del cine y también uno de los más ruinosos. Se proyectó con un presupuesto de 44 millones de dólares, una barbaridad por entonces (corría 1963), y antes de rodarse un solo plano ya se había puesto en ciento y pico. Solo Elizabeth cobraba 4 millones de dólares, el equivalente de 47 de hoy.
El rodaje fue un disparate desde el principio, pero dio un fruto: los Burton. La película iba a rodarse en un clima tan adecuado para reproducir el del antiguo Egipto como los estudios Pinewood, a pocas millas de Londres; la Taylor empezó a resfriarse; los decorados, a resquebrajarse. Se cambió de director (Robert Mamoulian por Joseph L. Manckievicz), de actores (el australiano Peter Finch iba a hacer de Julio César, y Stephen Boyd, el malo de Ben-Hur, tenía adjudicado a Marco Antonio, pero tuvieron que dejarlo, al acercarse la fecha de compromisos previos) y de ciudad: Roma fue la elegida.
Y en una Roma todavía con reminiscencias de La dolce vita nacieron los Burton, pareja casi tan inmortal como aquella que representaban en la película. Con ellos se inició el género de las persecuciones a matrimonios, tan en boga hoy día. En un tiempo sin televisión por cable, ni artilugios digitales, ni Internet, tuvieron su mérito.
Tan repentina y furiosa fue su pasión, tan espectacular, que hasta L'Osservatore Romano, como siempre metiéndose donde no le llamaban, se permitió condenar a los adúlteros. Pues ella seguía casada con Fisher -que disimulaba como podía, poniéndose ciego en los bares de Via Veneto-, y él, con Sybill, la mujer que había aguantado a su lado al actor galés -famoso por su temperamento y su afición a la bebida- desde el principio de su carrera.
Fue verse y descarrilar el uno hacia el otro, con una tensión sexual -erecciones en escena incluidas- que desembocó, finalmente, en una boda inevitable y en 10 años durante los cuales, pese a las broncas y los excesos, "ni Richard ni Liz podían tener las manos lejos del otro por mucho tiempo", según un testigo.
Los años sesenta fueron su década. Una década cuajada de diamantes -uno de ellos entró en el Libro Guinness de los récords durante una temporada-; de baños en piscinas y yates de lujo, con Liz emergiendo del agua con todas sus esmeraldas -jugaba con sus joyas como una niña con sus muñecas-; de aparatosos peinados, de vestidos y complementos que hoy nos parecen deliciosamente kitsch, pero dignos de una Cleopatra de la época. Fue el año de la perla Peregrina, que Taylor hizo montar como colgante de un collar de diamantes y rubíes. La perla perteneció a Maria I de Inglaterra, la muy católica hermana mayor de Ana Bolena, hija de los Reyes Católicos y primera esposa de Enrique VIII.
Podemos suponer que a Dame Elizabeth le sentaba mejor y la llevaba con mayor soltura.
No hay espacio para contar cuánto siguió sucediéndole a Liz, con o sin Burton, hasta el final de sus gloriosos 79 años. Cuando yo la vi, por primera y última vez, en la ceremonia de los Oscar de 1993 (recibió un premio por su labor humanitaria; ya poseía dos estatuillas, por Butterfield 8 y ¿Quién teme a Virginia Woolf?), vestía de amarillo y lucía un conjunto de collar y pendientes Reina Margarita. Ni siquiera me fijé.
Porque la única joya allí eran sus ojos. Sus ojos violetas.
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