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ESCALERA INTERIOR
Columna
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Transbordo en Lisboa

Almudena Grandes

Este es el relato de un hecho real.

Su agotamiento también lo era. Nueve horas y media en clase turista desde Río de Janeiro y los pies hinchados, los tobillos dilatados, las rodillas anquilosadas por el vano esfuerzo de intentar cambiar de postura, pero lo peor había pasado ya. Eso le dijo a su marido, un hombre agotado que tampoco era joven, ni delgado, ni flexible. Sí, él estuvo de acuerdo mientras bajaba del maletero las bolsas con los regalos para los hijos, para los nietos, y las cremas que se había comprado su mujer. Ahora, dos horitas de transbordo, otro avión, y a casa...

Aquel no debía de ser su primer viaje largo, pero tampoco eran pasajeros habituales. Bastaba con verles para comprobar que no se sentían seguros en un aeropuerto donde los altavoces hablaban en un idioma distinto al suyo y había demasiados carteles, demasiados pasillos, y mostradores, y gente acarreando maletas con ruedas a toda velocidad. ¡Ah!, ¿pero hay que enseñar el pasaporte aquí? Pues sí, eso parece... Cuando estaban a punto de ponerse en la cola equivocada, él se fijó en que un grupo de estudiantes con pasaportes granates avanzaban por su izquierda, más deprisa. Ven, hizo un gesto con la cabeza para avisar a su mujer, vamos por allí, y al ver una bandera azul con estrellas amarillas, añadió algo más, menos mal que me he dado cuenta, Mari, que si no... Aquel trámite, fácil y rápido, les desembocó en un largo pasillo que prometía, al fondo, las puertas de embarque. Pero no iba a ser tan fácil.

"Al ver escáneres y arcos de detección de metales, volvió a sorprenderse, ¿hay que pasar otra vez?"

¡Ah!, al ver otra fila, pilas de bandejas de plástico, escáneres y arcos de detección de metales, ella volvió a sorprenderse, ¿pero hay que pasar otra vez por esto? No, contestó él, muy seguro de lo que decía, ¿por qué?, si ya hemos pasado en Brasil y no hemos salido a la calle... Fue a preguntar y la dejó sola, rodeada de paquetes, para irse a discutir con un guardia que señalaba hacia las máquinas una y otra vez. Cuando ella le vio venir, desabrochándose el cinturón, se puso en la cola y guardó en el bolso su reloj, las pulseras, los anillos. No lo entiendo, protestó él de todas formas, ya le he dicho que no hemos llegado a salir a la calle, pero dice que da igual, que hay que pasar. Bueno, pues pasamos, su mujer le tranquilizó, tenemos tiempo de sobra.

Desperdiciaron bastante en asegurarse que no llevaban encima nada sospechoso, lo colocaron todo disciplinadamente en las bandejas, avanzaron seguros de sí mismos, de su inocencia, hasta el control, y lo pasaron sin contratiempos antes de que las bolsas con los regalos salieran del escáner. Entonces, la cinta avanzó, retrocedió, volvió a avanzar, y uno de los guardias de seguridad levantó una bolsa del Duty Free de Río antes de hacer una pregunta que ella entendió, aunque no la entendiera.

La chica que les atendió hablaba español. ¿Esto es suyo? Sí es mío, lo he comprado en Brasil, antes de embarcar, y... Ya, ya, pero no puede pasar. ¿Que no puede pasar? Se puso blanca, se volvió hacia su marido, tardó un instante en reaccionar. Pero... ¿No ve que está cerrada? La han cerrado allí mismo, en la tienda, mire, este es el tique, es de hoy mismo, bueno, de ayer, del aeropuerto, y está cerrada, yo no la he abierto, no sé... La chica miró el tique, negó con la cabeza, se sacó unas tijeras del bolsillo, rompió la bolsa y dejó caer varios frascos de colonia y dos cajas más grandes, de cosméticos, que dejó a un lado. Esto, sentenció, empujando las colonias en su dirección, puede llevarlo porque tiene 100 mililitros, pero esto, y empujó las cremas hacia el otro lado, es más grande y no puede pasarlo. Pero, vamos a ver, su marido acudió en su auxilio, la bolsa estaba precintada, es un convenio internacional, en todas las tiendas del mundo te dicen que puedes comprar, que no pasa nada y nosotros acabamos de bajar de un avión, no hemos salido a la calle, ni siquiera nos habría dado tiempo, fíjese qué hora es... Hablaba en un tono muy cortés, intentando razonar, convencer a aquella mujer mientras la suya miraba a su alrededor como si estuviera perdida en la hostilidad de un espacio inmenso. No, señor, respondía ella, esto vale en Europa, fuera de Europa no. ¿Y por qué?, preguntó él, es que los brasileños siguen siendo salvajes, no les parecen de fiar o... No, señor, no puede pasar. Pero contésteme, explíqueme por qué, es que no lo entiendo... No puede pasar, señor... La guardia repetía la misma frase como si le hubieran dado cuerda, impermeable a las razones de su interlocutor. Si no me lo explica, alegó él al final, voy a pensar que se lo quiere quedar para usted... ¿Yo? Ella, unos treinta años, flaca, con buen tipo, se echó a reír, levantó una crema anticelulítica en la mano, señaló con la cabeza a su víctima y, mira por dónde, se ganó un artículo de otra pasajera que contemplaba la escena en silencio, desde la mitad de la escalera. Por favor, señor, míreme, proclamó, muy ufana, yo no lo necesito...

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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