Un retroceso moral
La fiesta de los toros es una de las creaciones más originales de la cultura hispánica, y es a la vez portadora de los valores humanos más universales: coraje, grandeza, vergüenza, lealtad, ritual de la muerte, dominio de la animalidad dentro del hombre y fuera de él, creación de belleza a partir de su contrario, el caos y el miedo. ¿Sería posible que esa invención cultural original sucumbiese a un conformismo que apenas tiene la apariencia de universalidad, la universalidad sin sabor de McDonald o de Coca-Cola? Si algún día las corridas de toros desapareciesen sería una gran pérdida para la humanidad y para la animalidad.
Estaríamos ante una pérdida cultural y estética, por supuesto, pero también ante un quebranto ético. A algunos, la prohibición de la tauromaquia les parece un "progreso" de la civilización. Mera apariencia. El animalismo no es una extensión de los valores humanistas, sino su negación: porque, intentando alzar a los animales hasta el nivel en el que debemos tratar a los hombres, necesariamente rebajamos a los hombres al nivel en el que tratamos a los animales.
No niego que tengamos deberes hacia los animales. Es inmoral traicionar las relaciones de afecto que mantenemos con nuestros animales de compañía. A los animales domésticos, que son criados por su carne, su lana o su fuerza de trabajo, es inmoral tratarlos como "objetos", como se hace en las escandalosas formas de ganadería industrial mecanizadas; pero aceptamos que es moral matarlos. Y con los millones de especies de animales salvajes que pueblan océanos, montañas y bosques tenemos deberes ecológicos, como el respeto de los ecosistemas o de la biodiversidad.
El toro de lidia no entra en ninguna de esas categorías. No es un animal salvaje, puesto que es criado por el hombre, ni un animal doméstico, puesto que cualquier tauromaquia supone la preservación de su instinto natural de hostilidad hacia el hombre llamado "bravura". Para este animal, una vida conforme a su naturaleza insumisa e indomable debe ser una vida libre y natural, y una muerte conforme a su naturaleza de animal bravo debe ser una muerte en la lucha contra aquel que atenta contra su libertad y le contesta a su supremacía en su propio terreno. Vivir libre y morir luchando es el destino del toro de lidia.
Cualquiera prohibición sería un retroceso moral. El sentido y el valor de la corrida de toros descansan sobre dos pilares: la lucha del toro que no debe morir sin haber podido expresar sus facultades ofensivas o defensivas; y el compromiso del torero, que no puede afrontar a su adversario sin jugarse la vida. El deber de arriesgar la propia vida es el precio que uno tiene que pagar para tener el derecho a matar al animal respetado, en vez de sacrificarlo de una manera oculta y mecanizada.
Entretanto, debemos confesarlo: ningún argumento podrá jamás convencer a los que representan la corrida como la tortura de un animal inocente. Ni que en su lucha exprese su naturaleza de animal bravo, ni que queriendo evitar la muerte de unos cuantos se condena en realidad a toda la especie, ni la comparación entre la corta y abyecta vida de las terneras criadas en batería y los toros criados en plena libertad... les convencerá. Estos argumentos serán siempre insuficientes ante la reacción inmediata y pasional del que se indigna y grita "¡No, eso no!".
Es cierto que a esta reacción los aficionados oponen muchas veces su propia pasión. Podríamos quedarnos en esa oposición de pasiones si ellas mismas se quedarán ahí. Pero el problema es que una de ellas exige la prohibición de la otra. Y aquí es donde el papel del político debe ser el de mantenerse razonable diciéndose: "Si algún día las corridas de toros desaparecen, será porque ya no despiertan pasión alguna. Hasta ese momento es prudente dejar a cada cual con su pasión y hacer que prevalezca el principio de libertad".
Francis Wolff es catedrático de Filosofía de la Universidad de París y autor de Filosofía de las corridas de toros.
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