Cinco aproximaciones a un largo viaje
1
No puedo hablarles de Jorge Semprún sin comenzar por hablarles de la guerra de España.
Ciertamente, él no tiene más que 13 años en 1936. Dieciséis cuando su padre, José María Semprún, antiguo gobernador civil de las provincias de Toledo y Santander, se exilia definitivamente en Francia después de haber representado en La Haya al Gobierno republicano. Pero tiene, con apenas tres años de diferencia, la edad de mi propio padre al llegar a Barcelona para alistarse en las filas de las Brigadas Internacionales. Como él, admira al George Orwell de Homenaje a Cataluña. Como él, ha leído a Dos Passos y sobre todo a Hemingway, que habían venido a mezclarse en una guerra que no era en principio la suya y que les movilizó cuerpo y alma. "Nuestra guerra", diría él más tarde durante un encuentro en un restaurante de Madrid, en pleno franquismo, con un Hemingway que había vuelto para ver a Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez. "Nuestra guerra", pensaría en esos tiempos irracionales en los que no era ya, o no todavía, Jorge Semprún, sino un falso sociólogo regresado, también él, como Hemingway, bajo una falsa identidad, para seguir el combate entablado por otros, bajo otras formas en 1936. "Nuestra guerra", insistiría, para designar esta guerra civil que él no libró pero a cuya sombra ha crecido y vivido. "Nosotros empleamos siempre este posesivo para nombrar la Guerra Civil. Sin duda para distinguirla de todas las demás guerras de la historia. ¿Cómo compararla, por otra parte, a las demás guerras de la historia? Era imposible". Y el hecho es que en todas sus novelas españolas y, más allá incluso de sus novelas, en todos los compromisos de su vida magnífica, esta guerra ha tenido siempre el mismo sitio: la primera cita, la escena absolutamente primitiva, la primera cornada a la que debieron hacer frente, en una tauromaquia política que no era más que literatura, los hombres libres del siglo XX; ese momento de luz sangrienta en el que la barbarie contemporánea vino a dar sus tres golpes, pero no sin que el espíritu de resistencia, el gusto del coraje y la justicia, la idea de una política ajustada a la grandeza, no se hayan autorizado a responderle.
Yo tengo 25 años menos que Semprún.
La misma diferencia de edad entre Semprún y yo que entre Semprún y, precisamente, Hemingway.
Pero estoy tentado, yo también, de decir "nuestra guerra".
Una vez al menos, he dicho efectivamente "nuestra guerra" a propósito de una guerra que era, en mi opinión, la repetición de la guerra de España y que era la guerra de Bosnia.
Y todavía hoy, en Bengasi, en la Libia libre, ¿cuántas veces no he visto superponerse, en mí, las imágenes que tenía ante los ojos y las que venían de nuevo de la viva claridad de una memoria tan pronto familiar como literaria?
Y bien, cada vez, en cada una de esas situaciones, en esa extraña mezcla de vida y ficciones que volvía a asediarme y que a veces guiaba mis pasos, debo confesarles que volvían a primera fila -incluso si la guerra de España no era, como tal, el teatro y el argumento- la intriga de La segunda muerte de Ramón Mercader, la de Autobiografía de Federico Sánchez o los fantasmas de Veinte años y un día, la gran novela española de Jorge Semprún.
Tal es mi primer Semprún. El primero que me viene a la mente cuando, incluso en silencio, lo evoco. Y el primero, por consiguiente, al que deseo hoy rendir homenaje. Semprún, el español. Un Semprún cuya herencia, según la célebre frase, no fue precedida de testamento alguno, aunque sea verdaderamente -en mi juicio como, creo, en el de la época- el heredero de la España roja. Nadie es responsable de su ascendencia. Ni, por supuesto, de la temporalidad en la que se inscribe, de buen o mal grado, su destino. Así es.
2
Luego viene el antifascista. El antifascista más allá de España y a causa de ella. Luego viene la gesta de un escritor cuya obra, en una buena mitad, no tendrá otro objeto, a partir de ahí, que el de instalar a su autor en la posición de Testigo de ese Acontecimiento nazi del que la guerra de España habría sido el anuncio y que él, por una vez, habría recibido en su carne: resistente, primero, en los maquis de Borgoña, luego deportado a Buchenwald, en ese campo de la muerte erigido -él insistía en ello con frecuencia- a ocho kilómetros del árbol de Goethe...
Pongo una mayúscula a Acontecimiento para resaltar la singularidad radical, en la historia general de las matanzas, del momento nazi tal como lo ha padecido y pensado Jorge Semprún.
Y también pongo otra a Testigo para decir que nadie habrá llevado tan lejos como él, tanto la exigencia del testimonio como la reflexión sobre los principios, las reglas y, naturalmente, los límites de dicho testimonio.
En El largo viaje, de 1963, que sigue a largos años de lo que él mismo llamaría la "amnesia voluntaria" de su temporada en un campo de concentración.
En El desvanecimiento, ese bello libro que él calificaría un día -en mi opinión injustamente- de "borrador aproximado de algunos libros posteriores".
En Viviré con su nombre, morirá con el mío, ese post-scriptum al Largo viaje, que comienza con la llegada al campo de una nota pidiendo información sobre un detenido llamado Jorge Semprún, que no tiene otra elección para sobrevivir que tomar prestada la identidad de un agonizante.
Aún en Aquel domingo, del cual fui en Grasset un poco el editor y que él considera, creo, su verdadero gran libro sobre la cuestión.
Y luego La escritura o la vida, que me parece la verdadera obra maestra, pero ¿cómo saber?
Buchenwald, en todo caso, cada vez.
El deber, no de memoria, sino de transmisión de Buchenwald.
La literatura, su literatura, puestas en el torno de la imposible tarea de transmitir lo intransmisible de la deshumanización en Buchenwald.
Y ese vértigo que se apoderó de él, y que también forma parte de su obra, en el momento en que piensa que va a morir, que sus contemporáneos van a morir también, y que pronto no habrá ya nadie para dar testimonio de esa memoria naufragada.
¿Qué permanece, entonces?
¿Qué quedará cuando hayan desaparecido los últimos cuerpos capaces de afirmarse contra el olvido?
La literatura, sí. Todavía y siempre la literatura. Esa literatura que (¡qué oportuno!) es más inteligente, más sabia y además vive mucho más tiempo que lo que de ordinario llamamos los testigos; esa literatura de mala reputación pero bien armada y a la que, más que nunca, habrá que remitirse.
Ustedes están informados, supongo, de la polémica que hizo furor en Francia a finales de 2009 cuando un joven novelista, Yannick Haenel, se introdujo en la vida y la cabeza de Jan Karski, el resistente polaco que fue en 1943 a alertar a Roosevelt sobre la realidad de lo que Semprún, siguiendo a Raul Hilberg, llama "la destrucción de los judíos".
Semprún, en este asunto, estuvo del lado de los derechos de la novela. Lo estuvo con mesura. Prudencia. Es decir, en el interior del parapeto que no omite recordar (comenzando por la recomendación de no ceder jamás a la tentación retórica, empática, él decía en alguna parte "homérica", de servirse de las palabras para añadir horror al horror). Pero al fin lo estuvo. Lo estuvo incluso resueltamente y, si me atrevo a decirlo, naturalmente. Pues, no teniendo la edad del capitán nada que ver en el asunto, lo que era verdadero cuando la travesía de la memoria se hacía bajo el mando de escritores que eran también supervivientes (Primo Levi...) lo seguirá siendo, declaró Semprún, cuando ellos no sean más que escritores.
Antifascismo y literatura.
Escribir, no para sobrevivir, sino para revivir.
Precaria es la ficción. Incierta. Pero cuán poderosa. Es lo que creía Semprún. Antifascista, porque escritor. Devenir escritor para que venga al pensamiento lo impensable del fascismo.
3
Está el Semprún antitotalitario.
Es decir el antifascista, siempre. Pero el antifascista hasta el fin. El antifascista sin límites. El antifascista que no teme reconocer el hocico de la Bestia bajo sus máscaras aparentemente sonrientes, aunque fuera la de la "emancipación comunista", tal como la creyó él mismo hasta su ruptura con el estalinismo, después con el Partido, al principio de la década de 1960.
Está, para ser preciso, el Semprún que, cuando reescribe El largo viaje (esa novela en la que Lukacs veía aún rastros de realismo socialista) para hacer de ella Aquel domingo (esa novela de 1980 que toma al fin toda la medida del fenómeno de los campos de concentración), lo hace a la luz de dos acontecimientos de la Historia real que son también acontecimientos de su historia personal.
La reapertura por los soviéticos en agosto de 1945 de una parte de Buchenwald, rebautizada Campo Especial número 2, donde fueron internados hasta enero de 1950 antiguos nazis pero también opositores de todo género: no es que Semprún lo haya ignorado nunca, por supuesto, pero tardó en darse cuenta de ello; tardó, como muchos otros, en creer lo que veía y captar lo que sabía; tardó, por ejemplo, en tomar la medida del gesto de ocultación que consistió en plantar en 1950 un bosque, un bello y risueño bosque, en el lugar de ese crimen redoblado y triplicado por esa ocultación misma; pero cuando tomó nota, cuando comprendió lo que se jugaba en esta tierra alemana que pasó, sin transición, de un totalitarismo al otro, fue como un velo que se desgarra y una evidencia que surge.
Y luego, segundo acontecimiento, la publicación de Un día en la vida de Iván Denisovich, ese libro monumento, de efectos multiplicados por la llegada algunos años más tarde del Archipiélago Gulag, cuya lectura fue para Semprún otra revelación que daba a ver, realmente ver, es decir, pensar, la comunión entre lo que él había vivido en Buchenwald y lo que vivían, en el mismo momento, los zeks del Kolyma: califiqué en su momento la obra de Solzhenitsin de Divina Comedia de nuestro tiempo; dije cómo y por qué había hecho falta esta obra de arte para terminar con las reticencias a escuchar las palabras de Rousset, Ciliga, Istrati; creo que Semprún creía esto; lo sé; y sé que ahí está una de las claves de su conversión al antitotalitarismo radical.
Pues ese Semprún es el Semprún que yo he conocido.
Es el Semprún que, al final de la década de 1970, cuando estalló el escándalo de los nuevos filósofos, fue uno de los pocos grandes intelectuales que vino a nuestro encuentro. Igual que fue uno de los poquísimos, cuatro años más tarde, en venir en apoyo de una Ideología francesa que fue el peor recibido de mis libros y que todavía hoy permanece maldito.
Lo volví a ver en Tiburce, un pequeño restaurante de la rue du Dragon, en París; él tenía sus costumbres.
Era todavía joven, pero tenía ya esa bella cabeza blanca que le hacía parecerse a don Diego de Vivar, el padre del Cid.
Tenía esa mirada guerrera, pero que se velaba y se hacía un poco espectral cuando evocaba "sus" muertos: antepasados gloriosos de la guerra de España; "compañeros", como él decía, "idos en humo en Buchenwald"; pero también, desde entonces, muertos del Gulag.
Y luego esa voz melodiosa que podía cambiar bruscamente de registro en la misma frase: bajando un tono, como si revelara un terrible secreto, cuando volvía sobre tal detalle, tal episodio tortuoso y convertido, con el tiempo, en casi incomprensible, de la vida de Federico Sánchez, su doble en la clandestinidad, y subiendo hasta los agudos, casi estridente, cuando se inflamaba sobre tal o cual debate contemporáneo que a mí me parecía zanjado, pero en el que ponía toda su pasión contenida mucho tiempo (si los trotskistas eran estalinistas disfrazados... si existía una alternativa a la economía de mercado... el juego de François Mitterrand con el Programa Común y los comunistas... el caso Régis Debray...).
Para ese Semprún, la cosa no tenía ya duda.
El nazismo era único y comparable.
Excepcional e histórico.
Había que mantenerse firme sobre la singularidad de sus crímenes. Pero haciendo esto, había que servirse de él como de una medida, de una escala que permite juzgar los demás crímenes y, en particular, los crímenes del estalinismo.
Yo no estoy seguro de que hoy seamos conscientes del peso que en esos años podía tener un apoyo semejante.
Me vuelvo a ver aquí, en Madrid, dos o tres años después de la barbarie y mi primer encuentro con Jorge. Salgo de un programa que se llamaba La clave, en el que me había enfrentado a Santiago Carrillo, el viejo secretario general del PCE, que no había aprendido ni olvidado nada y cuyas mentiras yo había denunciado. Un semanario madrileño titularía -pero yo aún no lo sabía- BHL, el que puso KO a Carrillo. Y yo estoy muy inquieto, en ese momento, por la manera en que la opinión democrática y posfranquista habría recibido esa imagen del viejo león golpeado por el nuevo filósofo francés. Ahora bien, he aquí que, ya en mi hotel, recibo una llamada de Federico Sánchez, alias Jorge Semprún, dicho de otra manera, de todos los antiguos camaradas de Carrillo, el que mejor le conocía en la época. Y no pueden imaginar mi alegría, mi más profunda alegría, alivio y orgullo mezclados, cuando oigo la voz clara de este demócrata impecable, de este antifranquista intachable, de este grande de España que es también una de las autoridades morales de la época, decirme que tengo razón, plenamente razón, y que está feliz de haberme oído decir tan alto lo que él, durante tanto tiempo, ha pensado demasiado bajo.
4
Quiero hablarles del escritor.
Quiero hablarles del gran prosista que es también, del que se sabe ya que quedará como uno de los más poderosos, más inventivos y más nuevos de la literatura de la segunda mitad del siglo XX y el principio del siglo siguiente.
El maestro en palimpsestos.
El narrador testarudo, un poco loco, cuya obra es como la reescritura interminable de algunas escenas de un pasado que nunca se ha decidido a pasar.
Me gusta ese arte que él inventa, y que no pertenece más que a él, de volver a pasar incansablemente por las mismas estaciones de una vida cuyos sortilegios no acaba de escrutar para desencantarlos.
Me gusta ese arte de la vuelta, el bucle o la espiral que me hace pensar a veces, tanto, en la práctica de la serie en la pintura contemporánea como en el gusto del cuestionamiento, es decir, de la rumia, en un Talmud que, sin embargo, él apenas conoce, que yo sepa.
Me gusta que se pueda encontrar dos veces, tres veces la misma historia del mismo "muchacho de Semur", cada vez con una variante que cambia todo y enriquece el testimonio.
Me gusta ese arte de la nueva toma que le hace volver, y nosotros con él, cada vez con nuevos efectos de transmisión y nunca jamás con la impresión de la redundancia, a Madrid, Joigny, Buchenwald, Praga, La Haya, Autheuil-sur-Eure.
Me gusta esa bella idea de escritor, esa idea posproustiana y apenas menos fecunda, en mi opinión, que la gran hipótesis de La Recherche, según la cual la memoria se nutre de sí misma, crece de lo que escupe o de lo que se saca de ella; me gusta la idea de que los libros no desecan la memoria sino que la avivan; me gusta que él piense, y pruebe, que beber en sus recuerdos no los agota sino que los fertiliza; me gusta, dicho de otra manera, que vaya contra la idea recibida, y tan tonta, de una memoria masiva, pasiva, que esperaría, en el limbo, que se vaya a inventariar, tratar, sus stocks para ponerlos, una vez por todas, a la falsa luz de un relicario; y me gusta que él diga, por ejemplo, que tenía menos imágenes de los campos antes de haber escrito El largo viaje o Aquel domingo que después...
Me gusta que haya hecho teatro: Gurs, esa tragedia política posbrechtiana que mostraba, en 2004, el famoso campo francés donde fueron encerrados los republicanos españoles vencidos y después algunos de los judíos en tránsito hacia Auschwitz; o ese Regreso de Carola Neher, que tampoco he visto nunca representado, pero que he leído, y en el que he sentido un estremecimiento, y un tono, que no había conocido más que en Camus, Giraudoux o Sartre, para limitarme a sus casi contemporáneos.
Me gusta que haya sido un inmenso guionista de cine; lo vuelvo a ver, en Saint-Paul de Vence, en la Colombe d'Or, que es, desde nuestro primer encuentro, una de nuestras casas compartidas; lo vuelvo a ver con Colette, su mujer y compañera, y vuelvo a ver a los dos con Montand, su actor, discutir de una réplica de La confesión o de una situación de La guerra ha terminado como si se tratara de su misma vida; y me vuelvo a ver pensando que esa gracia que le hacía sobresalir tanto en un género como en otro, esa suerte que le permitía dialogar de igual a igual con uno de los mayores actores franceses de la época tan bien como con Shalamov o Alexander Solzhenitsin, eran lo más deseable que había en este mundo.
Me gusta el filósofo -pues también es filósofo- que especula en Buchenwald, con su maestro Halbwachs agonizante, sobre la cuestión del mal radical.
Me gusta que sea uno de los últimos vivientes (¿hay que decir superviviente?) con el que se puede hablar seriamente de esa filosofía alemana de la que nunca ha pensado que haber sido formulada en la futura lengua de los verdugos bastaba para condenarla (el mismo punto de vista, ¿verdad?, que Celan sobre la poesía...).
Y me gusta, naturalmente, que este novelista, este testigo, este hombre de teatro y cine, este metafísico, haya sido también un hombre de acción, y qué hombre de acción: el maquisard, ya lo he dicho; el dirigente clandestino de un partido prohibido, es sabido; pero también, y es quizá lo más notable, el joven héroe que, a los 22 años, el 11 de abril de 1945, toma las armas para, con otros, liberar Buchenwald.
¿Quién puede jactarse hoy de ser este escritor total?
¿Qué queda para perpetuar esa tradición que él no encarna, después de todo, peor que un Sartre o un Malraux?
¿Está Semprún, como sucede muchas veces, demasiado presente, demasiado vivo -es igualmente demasiado modesto- para que salte a la vista, como tendría que hacerlo, la evidencia de esta filiación?
No sé. Pero no me desagrada rendirle esta otra justicia.
5
E iba a olvidar al europeo.
Europa es -ustedes quizá no lo saben- uno de los grandes combates de mi existencia.
Ahora bien, considero que Semprún es, desde hace 30 años que lo conozco, uno de los mejores combatientes de esta idea europea.
No hablo solamente de sus tesis o, para hablar como André Suares, de sus vues sobre Europa.
No hablo ni del concepto de "supranacionalidad" que toma prestado del Husserl de las dos conferencias de 1935, en Viena y Praga, ni de su meditación incesante, al margen de las dos mismas conferencias, sobre el cansancio de Europa y los medios de superarlo.
Ni siquiera hablo de su manera de bordar en sus dos últimos libros, El hombre europeo y después Pensar en Europa, alrededor de la frase de Renan: "Francia se muere, no perturbéis su agonía" -frase que él enunciaría: "Es medianoche menos cinco en Europa, ¿qué hacer para perturbar, detener, quizá impedir, su muerte anunciada?"-.
Hablo de él, verdaderamente de él -es decir, indistintamente, de su identidad y su obra-.
¿Su identidad? No hay necesidad de hacerles un croquis. He aquí un hombre que, desde hace medio siglo, vive entre Francia y España. He aquí un escritor que ha nacido español, pero que hablaba el neerlandés a los 16 años, el alemán a los 20 y que redacta, después, la mayor parte de sus libros en francés. Y he aquí -es quizá lo más turbador- un intelectual comprometido que, al salir de la adolescencia, pone su vida en peligro para defender una Francia que debía, imagino, tener un poco por su patria y que, llegado a la edad de la madurez, se pone, al convertirse en ministro, al servicio de una España que debía ser también, para que él lo hiciera, una especie de segunda patria. Y bien, de este personaje fuera de norma, de este doble patriota, de este Jano (haría falta otra palabra para referirnos a la dificultad de la elección de los rostros...) se tienen ganas de decir lo que Gide decía de sí mismo en su debate inaugural con el autor de La colina inspirada: "Nacido en París, de un padre de Uzès y una madre normanda, ¿dónde quiere usted, señor Barrès, que me arraigue?". Y es, por otra parte, aproximadamente lo que él dice cuando, en 1988, Felipe González envía un emisario a sondearlo y enterarse, de paso, de su nacionalidad: "Dígale al presidente que soy bastante apátrida; bilingüe, luego esquizofrénico, luego sin raíces y apátrida" -y además, de manera bastante recurrente para que no me preocupe una referencia demasiado precisa: "No soy ni de aquí, ni de allí, ni tampoco de allá lejos, soy del campo de concentración de Buchenwald". Nada de verdadera nacionalidad. Nada de identidad fijada ni asignada. O sí, una identidad -pero múltiple, hojaldrada, en la encrucijada de sus destinos y sus elecciones-.
¿Su obra? Es la misma cosa. La Franca de La montaña blanca que recupera el italiano cuando dice obscenidades... El soldado americano de La escritura o la vida que recita su Padrenuestro en español en el momento en que, en Buchenwald, descubre las montañas de cadáveres... Karol, en La montaña blanca también, que piensa en checo y sueña en alemán... El narrador de Adiós, luz de veranos, que se identifica como hispano-francés, pero cuyos monólogos interiores fluyen en alemán... Los libros que escribe, lo he dicho, en francés... Aquellos para los cuales, habría debido decirlo, vuelve al español... Los que están escritos, en París, en español y en Madrid, en francés... Pensar en Europa, esa colección de conferencias escritas tanto en una lengua como en la otra, pero reescritas en alemán para ser dichas, por él, en alemán... En breve, ese juego con los léxicos del que no se cansa, ese puzle, esa confusión de las inspiraciones, esos desenganches, esas arritmias, esas fulguraciones del castellano que llegan a perturbar la arquitectura del francés, esas reminiscencias del alemán que dan su relieve a su español y su francés, esos atajos entre las palabras, esas asociaciones libres y oblicuas, esa otra memoria que es la memoria de la palabra y de la cual no se siente menos el testigo y el autor.
Semprún, el transmisor.
Semprún como una travesía.
Semprún como una prodigiosa torre de Babel que resuena de todas esas lenguas de Europa.
Es una Europa para él solo.
El espíritu europeo encarnado.
No hay necesidad de hablar de Europa para que Europa, como tal, hable en él y a su través se haga.
Y no hay necesidad de defenderla para que resista, por él, a los malos demonios que la asaltan y la ponen en peligro.
Pues nosotros estamos en esto, señoras y señores. Somos los testigos y seremos, un día, las víctimas de esta nueva fatiga de Europa. La hemos visto construirse y estamos quizá en curso de verla destruirse. Y bien, es una última razón para leer a Jorge Semprún. Es la última razón, a mis ojos, para quererlo como deberían ser queridos los tesoros vivos de la nación europea. Y es mi última razón para dirigirle, aquí, este respetuoso y fraternal saludo.
Traducción de Antonio Abellán "Vio aparecer el coche de Zapata, que llegaba por la rue Froidevaux. Era un Jaguar. En esto, por lo menos, el viejo truhán no había cambiado de gustos. El coche circulaba..." Netchaiev ha vuelto (1987)"Los coches aparcaron junto a la acera. Hubo un ruido de portezuelas que se abrían y cerraban. Se desplegaron los escoltas. Un poco más allá..." Federico Sánchez se despide de ustedes (1993)
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