Libia y la primavera árabe
La iniciativa adoptada por una coalición de países árabes y occidentales, incluyendo España, para resolver la crisis en Libia, en ejecución de las resoluciones 1970 y 1973 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, ha de inscribirse en el marco de los acontecimientos que tienen lugar en la ribera sur del Mediterráneo. Cierto, era suficiente para justificar dicha intervención, basada en un mandato expreso de Naciones Unidas, el imperativo humanitario de frenar los ataques del régimen libio sobre su propia población.
Ahora bien, incluso más allá de la razón ética, reflejada en el principio de la "responsabilidad de proteger", la reacción de la comunidad internacional ha de entenderse, para cobrar pleno sentido, en un contexto más amplio. De no haber decidido frenar a tiempo la represión ejercida por el régimen del coronel Gadafi, se corría el riesgo de que la todavía frágil "primavera árabe" quedara condicionada, puede que fatalmente, por la prolongación de un estado de virtual guerra civil en Libia, con sus resonancias en la región. La plena comprensión de lo que estamos viendo en ese país requiere, por tanto, que hagamos un breve ejercicio de memoria y de analogía histórica.
La acción en Libia se sitúa en el contexto de una revolución democrática árabe que hay que sostener
También de los españoles se decía que jamás podríamos vivir en paz y democracia
Hay que recordar que, desde finales del año pasado, en varios países árabes, una serie de protestas populares causadas, en la mayoría de los casos, por el agravamiento de las condiciones económicas y sociales ha ido derivando hacia manifestaciones de contenido político. En Túnez y Egipto, las protestas provocaron la caída de los respectivos regímenes. Ambos países han iniciado procesos de transición democrática que se están desarrollando de forma, por lo general, pacífica y ordenada, como lo demuestra el referéndum de reforma constitucional que acaba de celebrarse en Egipto. Situaciones dispares se producen también en otros países árabes como Bahréin, Irak, Jordania, Siria, Yemen, Palestina (tanto en Cisjordania como en Gaza), Omán, Yibuti, Argelia y Marruecos.
Cada caso tiene su propia especificidad. En algunos supuestos nos encontramos ante regímenes autoritarios, con escasas libertades públicas. En los casos de Bahréin y Yemen, donde ya se han producido episodios de violencia y, en el primero, una intervención extranjera, existen graves riesgos de fractura social y política. En otros países, como Jordania, Argelia o Marruecos, llevan tiempo avanzando por el camino pacífico de las reformas, que ahora podrían profundizarse e intensificarse. Se trata, por tanto, de procesos de cambio que se mueven de diversa manera y a distintos ritmos, pero que en su conjunto, y en perspectiva histórica, contradicen muchos lugares comunes sobre los que en Occidente se había asentado la imagen de nuestros vecinos meridionales.
Lo que está ocurriendo en muchas partes del mundo árabe nos trae inevitablemente a la memoria lo sucedido en Europa Central y Oriental hace casi un cuarto de siglo. Cuando cayeron los regímenes entonces bajo el dominio de Moscú y, finalmente, se produjo la desintegración de la propia Unión Soviética, muchos analistas hablaron de un imprevisto proceso de aceleración de la historia. Al cabo, hubo un intento por situar aquellas revoluciones dentro de un ciclo más amplio de democratización; ciclo del que habrían formado parte los cambios políticos iniciados en la década de los setenta en Grecia, Portugal y España y, ya en la década de losochenta, en determinados países de América Latina y de Asia- Pacífico.
Transcurridas dos décadas de los acontecimientos en el antiguo bloque soviético, en Occidente prevalecía la idea de que el mundo árabe -y, en general, el conjunto de las sociedades islámicas- era sinónimo de inmovilismo y que, de cambiar, lo haría dirigiéndose hacia el pasado, no hacia el futuro; hacia el oscurantismo, no hacia las luces de la Ilustración. Se consideraba que, entre el autoritarismo nacionalista y el islamismo extremista, en el sur del Mediterráneo no había espacio para otras vías y, sobre todo, para la expresión de una voluntad popular plural. Parecía ser el corolario de estas reflexiones que los países árabes debieran permanecer en ese estado de inanimada suspensión al que nos habíamos acostumbrado y con el que, hemos de reconocer, habíamos llegado desde Occidente a sentirnos demasiado cómodos.
Pues bien, todos estos lugares comunes han quedado obsoletos en cuestión de semanas. Bastó el gesto trágico de un joven tunecino para que estallara la chispa que ha conducido en algunos países árabes a las primeras revoluciones democráticas desde sus procesos de independencia. Son revoluciones y no revueltas porque, al menos en sus orígenes, están orientadas hacia el futuro, no hacia el pasado. Y son democráticas porque han surgido del pueblo. Han sido los hombres y las mujeres de estos países, muchos de ellos jóvenes, los que han salido a las plazas, a las calles y a los mercados para gritar sus ansias de cambio y desafiar a los poderes establecidos. Lo han hecho con la ayuda de las redes sociales y de medios como Internet, pero ello no ha sido lo esencial. La pulsión primera de los participantes en estos movimientos es política y, sobre todo, ética: el deseo de recobrar la dignidad y la voluntad de tomar en las propias manos un presente y un futuro que les habían sido escamoteados, convirtiéndoles en súbditos antes de tener la oportunidad de ser plenamente ciudadanos.
Muchas veces en Occidente hemos tenido miedo de la mítica "calle árabe". Pues bien, esa amenazante "calle árabe" se está transformando en una prometedora ágora, un espacio público donde se pueden estar construyendo unos sistemas más participativos que ojalá desemboquen en unas democracias adaptadas a las características de cada país.
Dados los múltiples vínculos que nos unen, España y la Unión Europea hemos de estar dispuestos a apoyar y acompañar este proceso de cambios, sin traspasar los límites de la injerencia no bienvenida, con el convencimiento de que nos encontramos ante la perspectiva de un renacimiento árabe que puede, a término, redundar en beneficio tanto de una renovada asociación euromediterránea como incluso del proceso de paz en Oriente Próximo.
En España sabemos que las transiciones son momentos críticos en la vida de los pueblos. En ellas, nada está escrito. Quienes vivimos los primeros dolores de parto de la transición recordamos las voces de los agoreros que, desde dentro y desde fuera, nos repetían que los españoles carecíamos de las características o tradiciones necesarias para ser capaces de convivir en paz y democracia.
Treinta años más tarde, los españoles seguimos demostrando que es posible superar cualquier intento de imponer el determinismo histórico sobre los pueblos. Es el mejor ejemplo que podemos ofrecer no solo a los ciudadanos libios, sino a todos cuantos hoy en el mundo árabe se debaten entre el miedo al cambio, la incertidumbre y, sobre todo, la esperanza.
Juan Antonio Yáñez-Barnuevo es secretario de Estado de Asuntos Exteriores e Iberoamérica.
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