Los agresivos ineficaces
En lo que respecta a la intimidad, soy una mujer anticuada. Nunca me presento en casa de nadie sin establecer cita previa, por mucha que sea la confianza que nos tenemos. Y me alegra mucho que esta época nos proporcione múltiples formas de avisar previamente -por llamada telefónica, SMS o e-mail- a las víctimas de nuestra necesidad de hablar o compartir. La delicadeza de la notificación me resultaba indispensable, incluso en aquellos momentos cumbre -cuando era adolescente, de eso no adolecía: de prudencia al comunicar el sofocón- en que una necesitaba desesperadamente un hombro sobre el que llorar. ¿Puedo ir a tu casa en un par de horas? ¿O quizá el domingo? Hasta entonces me aguantaba las ganas. Lo mismo hacía la gente de mi entorno. Lo mismo sigue haciendo. Llámenlo hipocresía. Yo lo llamo sobriedad, contención, respeto.
Conozco a un montón de gente del barrio agraviada por inhóspitas visitas
Por eso encajo mal los nuevos modos de la sociedad de la interrupción. Parece que las compañías telefónicas se han apaciguado un poco y ya irrumpen menos a la hora de comer, o de la siesta, o de lo que sea que uno hace en casa durante su sacrosanto tiempo libre. En compensación, por teléfono nos acribillan las aseguradoras. Y una quiere ser amable con la señorita o el caballero de voz inhumana que intenta acojonarte para que te hagas un seguro que los tuyos cobrarán cuando se produzca el hecho sucesorio, acontecimiento de mala digestión donde los haya. Pero una no puede ser siempre amable con esas llamadas metálicas, indiferentes, invasoras.
Con todo, ello no es lo peor.
Lo peor se produce por la noche, en torno a las 21 horas, y precisamente en ese día en que llegamos a casa y soltamos diversas onomatopeyas de alivio al cerrar la puerta. Bien porque te dices "¡Al fin sola!", después de cerrar la puerta con el liberador taconazo. Te refocilas ante la idea de abrir una lata de atún y, sin ni siquiera depositar su contenido en el plato, engullirlo mientras te dispones a examinar la lista de grabaciones del iPlus, y, oh, sí, ahí está el último capítulo de Mad men. Entonces ocurre. En pleno inicio de tu momento cerda íntimo, cuando por ti podrían ensartar en una pica a todos los Gadafi de este mundo y además, por unas horas, no quieres noticias del exterior. Entonces aparecen ellos. La pareja Iberdrola.
No tengo nada contra ninguna compañía energética en particular, aunque podríamos hablar mucho de lo que tengo en general. Pero les digo que lo peor es que una pareja de jóvenes adiestrados en dicho seno toquen el timbre de la puerta y, con su sonrisa Denticlor, afirmen que tienen una oferta para ti.
Les digo que no escribo sólo en mi nombre. Conozco a un montón de gente del barrio agraviada por semejantes e inhóspitas visitas. Interrumpen ese momento en que llegan los padres del trabajo y se ponen a bañar a los críos. Interrumpen al vecino que trabaja en ordenadores y que a esta hora inicia su jornada extra. Interrumpen a las viejas y a los viejos -excepto a aquellos que se sienten solos y aceptan cualquier tipo de cháchara para tener compañía-, a los jóvenes que se preparan para salir... Interrumpen.
Dudo mucho de que alguien les compre algo. Por mi experiencia -llevo unos cuantos meses sufriéndoles-, uno aprende a odiar a la mencionada compañía. Se muestran groseros y perdonavidas: "Nosotros cumplimos con nuestro trabajo, y ésta es la hora en que les pillamos". "Mire, ¿no sería mejor que llamaran antes por teléfono?". "Es que esto funciona así". "Pues yo no recibo a desconocidos a esta hora". Entonces te miran como si estuvieras chalada -que seguramente lo estoy, aunque coincido en la locura con mis vecinos-, y te largan una frase de desdén, tipo esta vieja chiflada no nos comprende, o, más lamentable aún, no comprende los nuevos tiempos.
Pero sí lo entiendo. A la gente la han acostumbrado a abrirse camino a puñaladas en la jungla por un triste jornal o una triste comisión. Les dan cursillos de motivación y agresividad. Y luego los lanzan a la caza.
Dudo de que con estos modos consigan clientes. Ahora bien, maldiciones, a tutiplén.
www.marujatorres.com
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