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CON GUANTES
Columna
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La locura

La locura puede adoptar formas fascinantes, siniestras, formidables, dolorosas e incluso, como en el caso del estrafalario Gadafi, criminales. La locura es un abanico de sombras que se despliega en paralelo a la cordura, un enigma similar e igualmente inabarcable. Wilhelm Waiblinger nos regaló un ensayo prodigioso acerca de Hölderlin (1970-1843) y su locura, titulado precisamente Vida, poesía y locura de Friedrich Hölderlin que publicó en castellano la editorial Hiperión en 1988. En este pequeño pero impagable testimonio, un joven estudiante anota sus encuentros con el gran poeta alemán en la ciudad de Tübingen, y sus posteriores reflexiones acerca de los vientos que asolaron una de las más finas inteligencias de la poesía europea hasta llevarlo a una reclusión casi total de más de veinte años. El coraje de este estudiante, que según sus propias palabras, gracias al trato frecuente y la costumbre, se deshizo "... del temor que se siente en la cercanía de tales almas desventuradas...", nos ofrece una oportunidad única de aproximarnos nosotros también al espejo distorsionado que supone la locura manifiesta, aquella que a pesar de poder ser diagnosticada no admite fácilmente ni motivos, ni razones, ni cura, ni consuelo. Lejos de quedarse en la superficie de lo que a falta de un nombre mejor llamamos genio, Waiblinger se atreve a adentrarse en un estudio de impresiones más humanas que científicas, más dolidas que periciales, sobre las turbulencias que abatieron a un espíritu dulce y amable, y a una mente singularmente clara. "¡Esos pensamientos, ese espíritu audaz, sublime, puro y ese hombre loco!", exclama el joven admirador en sus notas, tratando de acercarse desde la cordura al enigma que lo abruma.

"La sinrazón tiene tantos y tan distin-tos habitantes como el cielo y el infierno"

Qué duda cabe de que nada tiene que ver la locura del genio con la fanfarria cruel del monstruo bobo, y ahí el Gadafi antes mencionado y este Hölderlin tienen poco en común, pero sorprende en cualquier caso hasta qué punto aquello que denominamos locura admite variaciones de forma y fondo tan grandes como la sima con la boca más grande y la profundidad más honda. Hostil frente al mundo e incapaz de bromear, como nos describe Waiblinger a este último Hölderlin consumido por la zozobra, es un retrato que se adecua a muchos genios y otros tantos dictadores acorralados, también a algunos enfermos terminales de tristeza o esquizofrenia que yo mismo he conocido y que no eran ni lo uno ni lo otro, ni emperadores, ni artistas sublimes. Pareciera como si en su arrebato final, la locura igualase como la muerte nuestras diferentes estaturas; sin embargo, ese empeño de Hölderlin por darle a cualquier interlocutor, carpinteros, familiares, camareros, caminantes, el trato más alto, la manía de llamarlos a todos reyes, barones, duques, príncipes, la costumbre de referirse a su interlocutor con fórmulas del más alto respeto, vuesa santidad, vuesa excelencia, reverendo padre... desmiente esa primera apreciación de que el viejo poeta había perdido por completo las ganas de bromear. Es el propio autor de este sobrecogedor ensayo quien se corrige, equilibrando la negrura inicial de su retrato, con la luz que aún parpadea en los ojos del poeta, un haz deslumbrante que le lleva a exclamar eufórico en una de sus últimas anotaciones: "¡Hölderlin es mi mejor amigo!".

Podríamos pensar que la lógica pasión por la escritura del genio le ciega, pero no es sólo eso; también el hombre, aunque loco, le cautiva. Junto a su huraño objeto de admiración y estudio, Waiblinger llega incluso a ser feliz, por extraño que nos parezca.

Queda claro al final de este breve e íntimo paseo de la mano de un amigo que lleva a otro amigo de excursión por el bosquecito de la locura que no hay una sola enfermedad que nos describa a todos.

Que la sinrazón tiene tantos y tan distintos habitantes como el cielo y el infierno; que todos nuestros nombres, locos o cuerdos, no son finalmente el mismo.

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