Irreprochable discurso real, pero sin valor de ley
Ves una figura que avanza por el escenario renqueando y ayudado por un bastón, pero con una energía que te resulta familiar. Cuando observas su maquillado y operado rostro tienes la sensación de que todo en él es una máscara excesiva o que es el abuelo del doctor Spock. En la primera fila de invitados hay un señor con pinta espléndida que se levanta como un resorte al ver a ese anciano y le aplaude con gesto emocionado, con la veneración y el tributo de un alumno aventajado a un maestro de primera clase. El homenajeador se llama Jeff Bridges, ese señor tan atractivo como actor magistral. Y el desinhibido viejo es Issur Danielovich Demsky, el hijo del trapero, alias Kirk Douglas, una de las mejores cosas que le han ocurrido a la interpretación en el cine. Douglas ha sobrevivido a una parálisis devastadora, tiene 95 años, pero solo necesita su intacta personalidad y su estilo para ignorar el guión que debe recitar, para vacilar con gracia a la modosita Anne Hathaway y a las impacientes actrices a las que debe entregar un Oscar, para crear espectáculo en un escenario en el que casi todo va a ser aséptico o soporífero.
Se despreció la poética sombría y el renovado clasicismo del filme de los Coen
El otro momento de la gala que ayuda a despertarse es la presencia, desgraciadamente breve aunque hipnótica, de Billy Cristal, el conductor más divertido e ingenioso que han tenido nunca los Oscar. El resto es fatigoso o previsible, incluida la sosería de James Franco y la esforzada simpatía de Anne Hathaway, por muchas entrañables y complacidas abuelas y madres que nos presenten entre el distinguido público.
Mi consciente o mi subconsciente me aseguraba que algo muy agradecible en esta fiesta sería que el humano pero también pesadísimo capítulo de dedicatorias iba a ser leve, disponía por ley de un tiempo mínimo que si era sobrepasado hacía que sonara la alarma, pero en esta ocasión la mayoría de los premiados desdeñó esa ley tan razonable con la paciencia de los espectadores.
Actrices que amo como Melissa Leo y Natalie Portman, mujeres que interpretan con la mayor sobriedad, que se expresan inmejorablemente con sus ojos, sus manos, su cuerpo, se soltaron un rollo inacabable al recibir sus muy justos galardones. Esa locuacidad expresiva se le contagió hasta al enigmático Aaron Sorkin, una afilada, inteligente, y anfetamínica metralleta verbal escribiendo guiones, pero al que en público me lo imaginaba como un hombre sobrio y secreto. Las escuetas palabras de Charles Ferguson, codirector del premiado documental Inside Job, que al parecer describe los mecanismos de esa barbarie financiera que están pagando los inocentes, al asegurar que ninguno de los responsables de aquel excesivo robo está en el trullo, fue la dedicatoria más lúcida e inaplazable de la noche. El coro final, tan meloso él, con infinitas criaturas multirraciales cantando Over the rainbow, puso la indeseable guinda de una ceremonia olvidable.
¿Y los premios? Sin sorpresas, al sagrado gusto del público, otorgando la parte del león a una película tan irreprochable como El discurso del rey, y despreciando la grandeza, la poética sombría, la complejidad, el renovado clasicismo de esa obra maestra de los hermanos Coen titulada Valor de ley, o los humanísimos y geniales dibujos animados que te alegran el corazón y te hacen sufrir por su destino en la maravillosa Toy Story 3.
Nada que objetar a los premios técnicos que le cayeron a la inentendible estupidez Origen, pero sentías temblores ante la posibilidad de que ese reconocimiento se alargara a otras supuestas artes. También pilló estatuillas La red social, ese retrato modélico de personajes que me repugnan, de los aviesos niñatos cuya intuición está cambiando el mundo, de gente a la que no deseo tratar ni en el cine ni en la vida. Christian Bale, ese actor que huele a Método, está perfecto haciendo de exboxeador yonqui y desquiciado en la excelente The Fighter, y tardas un rato en reconocer que es la camaleónica y admirable actriz Melissa Leo la que está interpretando a su temible y vampírica madre.
Nathalie Portman ha sido desde cría una actriz superdotada que también te puede enamorar. Resulta difícil no admirar el talento y la sutileza de Colin Firth en una gama muy variada de personajes. Pero les ha tenido que caer el anhelado Oscar (¿cómo no?) por interpretar a una esquizofrénica y a un tartamudo. Las taras físicas y mentales son fundamentales para que el Oscar bendiga una interpretación. Debido a ello, Cary Grant y John Wayne siempre lo tendrían crudo para acumular estatuillas.
El discurso del rey está brillantemente concebida, escrita e interpretada (el mérito de Geoffrey Rush dando vida al logopeda es comparable o superior al de Colin Firth), pero la dirección del laureado Tom Hooper se limita a la eficacia sabiendo combinar tantos atractivos. También le sobran demasiados y efectistas angulares. No es justo que les haya levantado el premio a la mejor dirección a los cada vez menos posmodernos y más sabios hermanos Coen. Valor de ley mantendrá su dureza, su encanto, su tristeza, su humor, su emoción y su lírica cuando exija trabajo recordar algunos Oscar de esta edición.
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