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A LA CONTRA | El día siguiente de los Oscar
Columna
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La estatuilla... de mármol

Toni García

Un grupo de personas absolutamente distintas que piensan exactamente lo mismo. Podría parecer una frase aplicable a cualquier partido político y, sin embargo, el domingo por la noche pudo comprobarse que no hay en el mundo nadie más digno de esa definición que la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas de Hollywood. Lo malo de tener una organización tan heterogénea es que uno puede acabar creyendo que realmente lo es y no prestar atención al hecho de que hay pocas instituciones tan cercanas a la esencia del dinosaurio: demasiado conservadora para procesar los cambios, demasiado grande para sentirse amenazada, demasiado orgullosa para reconocer que hay otros animales en el bosque. Lo de la otra noche fue más de lo mismo: premio a la película simpática (a la cual -quede dicho- no se discuten los méritos). El discurso del rey es la película amable que tanto gusta a los académicos. Es simpática, en ella aparece el personaje cabizbajo que se sobrepone a sus miedos y logra lo mejor para sí mismo (y aún mejor, para su país), no tiene dobleces y el director, entretanto autor (léase David Fincher o Darren Aronofsky), es simplemente un tipo que agarra la cámara y cuyo objetivo no va más allá del "no pifiarla".

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Algunos ingenuos esperaban ver a David Fincher recoger la estatuilla a mejor director por La red social sin tener en cuenta que Fincher (al que The Hollywood Reporter calificaba en portada de "Punk. Profeta. Genio") es un obseso, un hombre poco amante de las charletas y los apretones de manos, que además hizo una película con el propósito de trascender y que -incauto él- es profundamente ambicioso. Nada de eso casa con la casa común que es la Academia, donde no gustan las historias con aristas sobre individuos atormentados (ya sean pistoleros o magnates de las redes sociales) ni los cineastas que sacan la cabeza, sueltan exabruptos o cuestionan el statu quo.

El crítico de televisión Tim Goodman decía sobre la ceremonia "127 horas de aburrimiento", mandándole un recadito a James Franco, guapo como siempre y soso como nunca. Sus colegas tampoco parecían muy contentos con una de las peores demostraciones de que Hollywood sigue viviendo en el siglo XX, contentos de aplaudirse unos a otros y de levantarse cuando toca. No es extraño que un personaje como Ricky Gervais cause pánico al otro lado del Atlántico. Que Tom Hooper, un director discreto, haya ganado a Fincher, es tan absurdo como que Christopher Nolan no haya visto ni siquiera la nominación por Origen. No pasa nada: Orson Welles, Fritz Lang, Stanley Kubrick o el mismísimo Hitchcock sufrieron en sus carnes el mismo inmovilismo académico, capaz de superar las barreras del tiempo y seguir siendo igual de antiguo hoy que hace 50 años.

Sí, ha ganado Natalie Portman; sí, ha ganado Christian Bale; y sí, Aaron Sorkin se ha llevado la estatuilla al mejor guión adaptado. Pero donde normalmente se dirimen las grandes batallas, las de autores contra funcionarios, el cine ha perdido de nuevo. Nadie en su sano juicio puede creer que dentro de una década el rey tartamudo de Hooper tenga el mismo peso específico que el rey informático de Fincher, de la misma forma que nadie se acuerda de Kramer contra Kramer, Oscar a la mejor película en 1979, mientras que Apocalypse now, que perdió aquel mismo año contra el filme de Dustin Hoffman, sigue siendo una obra maestra 32 años después. La novedad de esta edición es que todo siguió como siempre: algunas cosas no cambian, otras no tienen intención de cambiar. El año que viene, más de lo mismo.

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