Un eterno beso de película entre el cine y la moda
Los Oscar simbolizan a las claras el mutuo interés entre las dos industrias
"Me gustaría que esto fuera una celebración del cine, no de la moda", afirmaba con ingenuidad Helena Bonham Carter interpelada el domingo por enésima vez acerca de la autoría de su vestido negro. La actriz británica lo había concebido junto a Colleen Atwood, que no es una diseñadora de moda sino de vestuario fílmico y que obtuvo el tercer premio de su carrera por su trabajo en la película Alicia en el País de las Maravillas, de Tim Burton.
¿Es necesario aclarar que los deseos de Bonham Carter no se cumplieron? Los Oscar son la expresión última de una estrategia mercadotécnica que el sistema de la moda abraza con fervor que se reserva para los dogmas de fe. Marcas y diseñadores de todo el globo pelean porque los actores lleven sus productos y así conseguir -de forma más o menos gratuita- una publicidad valorada en millones de dólares. Más o menos gratuita, porque nadie admite pagar directamente para que se elijan sus joyas y vestidos en lugar de los de la competencia. Lo más cerca que se está de confesar algún tipo de compensación pasa por aceptar una buena relación cimentada en contratos publicitarios, invitaciones amistosas a la estrella (o sus poderosos estilistas) o un acuerdo de exclusividad beneficioso para ambas partes. Contra toda lógica, la relación entre modistos e ídolos quiere promocionarse como cándida e ingenua. Un poco como la declaración de la excéntrica -y experimentada- Helena Bonham Carter.
Diseñadores y marcas pelean para que actores y actrices luzcan sus modelos
La Academia da a la alta costura una pasarela privilegiada sin pagar peaje
Esta edición de los Oscar resultó particularmente ilustrativa de la dependencia establecida entre la industria del cine y la de la moda. El dominio de los vestidos comedidos, de líneas limpias y minimalistas, encaja con la tendencia actual de las pasarelas. Si algo brilló por su ausencia fue el aparatoso romanticismo que tan poco gusta a los cínicos expertos y tan bien funciona entre las soñadoras aficionadas que compran réplicas de los trajes de las estrellas en los centros comerciales de EE UU. La norma fueron trajes lisos -en rojo o varios tonos de púrpura-, siluetas poco recargadas y joyas discretas. La excepción, los brillos sobre color maquillaje de Halle Berry y Hailee Steinfeld (ambas, de Marchesa) y las fantasías coquetas (Mila Kunis, de Elie Saab).
Muchos de los vestidos parecían más dirigidos a satisfacer a la industria de la moda que al público. O, al menos, a no cabrearla. Podían parecer simples, pero no lo eran en realidad. Se vieron muchos diseños de alta costura, lo que impide atribuir esta contención formal a la coyuntura económica y política. A las marcas les interesa hoy especialmente promover a gran escala los valores de este oficio artesanal. En su versión más creativa e inventiva, la alta costura estuvo al servicio de Cate Blanchett. Tal vez, la aparición más memorable de esta edición. La actriz australiana se vistió de malva y amarillo con una pieza de la colección de esta primavera de Riccardo Tisci para Givenchy. El último de los 10 originales trajes que, influidos por la cultura japonesa, se presentaron el pasado enero en París.
Pero en la madrugada del domingo al lunes no solo quisieron potenciar la alta costura aquellas firmas que participan en el calendario oficial de París -además de Givenchy: Dior, Chanel, Armani Privé o Elie Saab-. Hay otras que tratan de promocionar líneas de confección artesanal, suntuosa y a medida. Buscan beneficiarse del aura de prestigio que estos vestidos aportan a cualquier otro producto, pero sin pagar el peaje de un desfile ni obligarse a entregar una colección cada seis meses. Por ejemplo, Versace, Calvin Klein o Gucci. Después de todo, ¿quién podría soñar mejor pasarela que esta?
Hay que tener cuidado con lo que se desea. Por mucho que la moda y el cine se necesiten, sus códigos no son totalmente intercambiables. El último de los ocho atuendos que Anne Hathaway lució ayer no consiguió trasladar a un escenario la épica de la primera colección femenina de Tom Ford.
El bordado de alta costura del vestido de Chanel que mostró Michelle Williams era etéreo y frágil, pero la alfombra roja no es necesariamente el lugar más apropiado para apreciar sus sutiles matices. A algunos les parecerá todo un poco soso. ¿Y quién puede culparles de buscar que al menos les entretengan mientras tratan de venderles lo mismo de siempre?
Babelia
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