Siempre en el bosque
La biografía de Ana María Matute encarna la desdicha que viene de una insatisfacción que no palían ni la vida confortable (algo dejó entrever en Paraíso inhabitado), ni la adaptación. Ha conocido, y nos lo ha contado, el rechazo de una madre exigente, el autoritarismo escolar, los perturbadores cambios de domicilio, elegir una larga adolescencia como forma de vivir y, de añadidura, los daños de un matrimonio desafortunado. Decir que la escritura fue su temprano refugio es un tópico, pero también explica el cuidado de la prosa, la complacencia en las imágenes y la tendencia a lo imaginativo fantástico que, desde Fiesta al Noroeste, su libro de 1952, hasta Olvidado rey Gudú, su novela predilecta, no le ha dejado nunca. Como no lo han hecho los ámbitos cerrados, las relaciones a la vez afectivas y difíciles, las situaciones de dominación, las rupturas y los remordimientos.
Su cuidada prosa se caracteriza por el gusto por la imagen y lo fantástico
La lejana vivencia preadolescente de la Guerra Civil ha estado en el centro de su obra. Siempre supo que tenía que escribir de ella... En 1953 la censura le prohibió Luciérnagas, elaborada sobre sus recuerdos de la Barcelona en plena contienda, y en 1960, Primera memoria, uno de sus mejores libros, abrió la trilogía Los mercaderes en la que se integraron Los soldados lloran por la noche y La trampa, donde la escritora pudo hablar de la guerra sin las trabas que había conocido el primer libro. En medio, Los hijos muertos (1958), el primero que yo le leí y que me confrontó a un marco certero y complejo: un lugar montañoso y el bosque que llama Hegroz, recuerdo de estancias estivales de la escritora pero también la metáfora de una España hostil donde habitaba una comunidad confinada. Conviene que advirtamos que el lugar tiene mucho de ambiguo: el río que lo riega es "oscuro, rumoroso y frío", adjetivos que oscilan entre lo tranquilizador y lo hostil, como los son los atributos del bosque cuyos árboles son "apretados, hermosos y llenos de sombra", o como la sensación que la masa vegetal proporciona ("se respiraba un silencio húmedo y cálido a un tiempo"). ¿Hará falta recordar aquí la similitud del marco geográfico, casi intrauterino, con aquel otro donde se desarrollaba la novela Los bravos, de Jesús Fernández Santos, unos años anterior a la nuestra? ¿O la posterior y meticulosa invención de la comarca de Región por parte de Juan Benet, cuyos primeros ejercicios coincidirían en el tiempo con la publicación de Los hijos muertos? Ya en los años setenta, el lugar ominoso y cerrado, aunque no solo boscoso, apareció también en Ágata ojo de gato, de José Manuel Caballero Bonald, y otra vez en forma de bosque, en el memorable guión del filme Furtivos, que escribieron José Luis Borau y Manuel Gutiérrez Aragón.
En el bosque de Hegroz y en una hacienda que se denomina La Encrucijada la familia Corvo contempla su decadencia. En otro lugar de la misma comarca, Gerardo Herrera, al mando de un batallón disciplinario, se empeña en redimir a un joven delincuente. Nada acaba bien en Los hijos muertos... Solo el lugar clausurado permanece: "Crecía la tierra, con sus árboles, sintiendo su indiferente renacer. Todo crecía, todo era grande y absoluto, irremediable". Y Daniel sabe que "él estaba en el bosque para morirse, bella, apaciblemente, sin rencor, sin recuerdos".
Cuarenta años después, la escritora pronunciaba su discurso de ingreso en la Academia, bajo el título de En el bosque. Defensa de la fantasía, y recordaba que "la primera vez que leí la palabra 'bosque' en un libro de cuentos, supe que siempre me movería dentro de su ámbito". Y afirmaba que "escribir, para mí, ha sido la constante voluntad de atravesar el espejo, de entrar en el bosque". La escritura es un bosque de letras pero la vida también es un bosque: un claustro y un misterio, una incitación a soñar y otra a autorreconocerse. La habitante de tantos bosques de ficción y de veras ha encontrado en ellos, gracias a ellos, el galardón más alto de las letras hispánicas.
Babelia
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