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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El 'apagón' de Trento

El Papa, con un discurso exagerado, pierde una buena ocasión de acercar Iglesia y Estado

Benedicto XVI es ante todo un teólogo y, por ello, su gran preocupación estriba en reconciliar fe y razón. Y su segunda visita a España, con etapas en Santiago de Compostela y la dedicación ayer de la Sagrada Familia de Barcelona como basílica menor, constituía una ocasión excepcional para aunar fe, razón y cultura. No la ha aprovechado. En esa hercúlea tarea que el Papa se ha impuesto de combatir la diríase que imparable secularización de Europa, extrañamente España es algo así como el centro de operaciones; allí donde se juega, según las palabras del Pontífice, la suerte de la batalla. Pero Ratzinger exagera.

España ciertamente ya no es "la luz de Trento", como escribió Menéndez y Pelayo, como tampoco Francia es "la primogénita de la Iglesia". La afluencia de público en Santiago y Barcelona fue inferior a la prevista: ni sombra de las 200.000 personas esperadas en la ciudad gallega y una cuarta parte de las 400.000 que las autoridades municipales habían previsto en la capital catalana. Eran muchas menos, aunque, eso sí, entusiastas de esa Iglesia católica que en demasiadas cuestiones vive en el pasado y que prefiere el dogma a la realidad. Son ellos quienes mantienen una cada vez más débil llama tridentina que amenaza con apagón.

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El Papa fue injusto y poco diplomático cuando, volando hacia Santiago de Compostela, comparó en el tradicional encuentro con periodistas el "laicismo agresivo" de la España actual con el que incendiaba iglesias y conventos durante los años treinta del siglo pasado. Si hubo anticlericalismo, alguien debería preguntarse por el clericalismo y el pensamiento único imperante en los siglos de alianza entre el trono y el altar, entre la espada y la cruz. Ratzinger olvidó el trato preferente que la Administración da actualmente al catolicismo. Y ayer el Pontífice volvió a la carga cuando en la homilía en la Sagrada Familia descalificó y cerró las puertas a otros tipos de familia, se inmiscuyó en asuntos del César, al pedir ayuda pública para el matrimonio "natural" y sus frutos, y anatemizó la ampliación de los supuestos del aborto. En este viaje, Benedicto XVI ha desperdiciado una espléndida ocasión para reconciliar, como hizo en su día el poeta Maragall, las dos visiones del mundo en el que nació el templo de la Sagrada Familia: el clericalismo reaccionario y el anticlericalismo revolucionario del movimiento obrero catalán.

La visita ha tenido, en un mundo en el que el decaimiento de la práctica religiosa es incluso superior al descrédito de la política, toda una multiplicidad de niveles. En Cataluña, el nacionalismo conservador se ha sentido satisfecho con las intervenciones del Papa en catalán, que alientan en vano la esperanza de que un día exista una conferencia episcopal propia. La Iglesia católica, no obstante, va muy por detrás de la laica España autonómica: Cataluña no es siquiera una región eclesial porque ni sus propios prelados se atreven a reivindicarla.

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