Nadar en la orilla
Quien al perder alguna cosa lo pierde todo ha puesto sin duda su corazón en el lugar equivocado. Así confundimos con frecuencia una mera crisis de bienes con una crisis de valores. Si decimos que los jóvenes están ahora detenidos por la falta de esperanza, habría que revisar primero y principalmente qué es lo que esperaban exactamente o qué es lo que les habíamos enseñado a esperar. Si la promesa eran las cosas, al negarles estas podemos pensar con razón que hemos traicionado a toda una generación, pues las cosas ya no están o las hemos consumido con tal ansiedad que para cuando lleguen al supuesto banquete no van a encontrar más que los restos, y lo que es peor, la cuenta, es decir, la deuda. Otra cosa sería que hubiésemos formado a quienes por naturaleza nos siguen en otras esperanzas más sólidas. A menudo se habla del bienestar como meta y no como consecuencia de una formación adecuada, de igual manera la educación se propone como una palanca con la que mover la pesada roca del triunfo y no como un triunfo en sí mismo. Oigo decir que nuestros jóvenes están preparados, pero ¿preparados para qué?
"Oigo decir que nuestros jóvenes están preparados, pero ¿para qué?"
Bien harían los que empiezan a caminar en dudar más seriamente de la información y la formación que han recibido y en buscar por su cuenta la salida del laberinto. Si esperan de tal o cual poder, o de este u otro guía, una solución a sus urgentes necesidades, mucho me temo que van a llegar a su futuro sin haber hecho uso siquiera de su presente. La sabiduría popular sostiene que la belleza "abuelea", que se salta una generación, puede que la inteligencia también, y ahí, en el infinito territorio de los abuelos, existe información más que suficiente para resolver cualquier entuerto. La lista de antepasados de nuestros antepasados es rica e interminable.
Se dice pasar la antorcha para definir el relevo de los puestos de guardia, pero cuando escucho los planes de retrasar cada vez más la jubilación de los viejos soldados intuyo que preferimos quemarnos las manos antes que permitir que las nuevas tropas se incorporen. Para explicar esta demora en el cambio natural de poderes recurrimos a las cifras, y las cifras, tal vez por ser aún nosotros los que echamos las cuentas, nos dan la razón, pero cabría pensar que hay otras cuentas que hacer y que estas deberían responder a muy distintos cálculos. Cuando veo en las páginas de este mismo diario las quejas o la desesperanza de quienes no encuentran entre las ruinas de nuestro pasado las cláusulas de su futuro, no puedo evitar pensar que seguramente están hablando con el enemigo de las penosas condiciones de su derrota. Al fin y al cabo, este y todos los otros periódicos están hechos aún con el papel de sus padres, y no son, por tanto, el lugar adecuado para sus demandas. Tampoco tienen ya, me parece, estos jóvenes edad para andar demandando nada, sino para tratar de coger lo que piensen que es suyo. En cuanto a la manera en la que decidan robarle al carcelero las llaves de sus derechos, allá ellos, aquí se encontrarán con todas las dudas morales que asume cualquiera que acepta la responsabilidad de crecer. Lo que no parece razonable es que sigan por más tiempo detenidos en el tiempo de la desazón o la protesta, en el agua poco profunda de la orilla de los niños.
Solo los viejos nos atrevemos a llamar jóvenes a quienes nos siguen; ellos deberían, por el contrario, referirse a sí mismos y entre ellos, y sobre todo contra nosotros, ya como hombres.
Que pretenda contar aquí lo que estos nuevos hombres deben buscar sin duda en otro lado dice mucho de mi propio cansancio y de mi consiguiente inconsistencia, y nada malo de aquellos que por naturaleza deben alzarse en el territorio de la acción, de quienes son más capaces a lo mejor de lo que piensan de alejarse ya de la orilla aun a riesgo de ahogarse.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.