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Memoria de la Capilla Vasca de Barcelona

Leí que el gran teólogo de la liberación Jon Sobrino, S. J., había nacido en Barcelona en 1938 y se me ocurrió que tal vez habría sido bautizado en la Capilla Vasca, cuyos libros de bautizos, matrimonios y defunciones se conservan en el Archivo Diocesano. Examiné la lista de bautizados sin encontrar a Jon Sobrino, pero hojeando aquellos libros he pensado que vale la pena recordar, ahora que tanto se trabaja por recuperar la memoria histórica y por identificar y señalar los lugares de la memoria, aquel espacio de libertad religiosa que fue la Capilla Vasca.

Los nacionalistas católicos vascos, con el mismo coraje con que en Euskadi habían luchado al lado de la República contra los invasores fascistas, cuando llegaron a Barcelona abrieron una capilla en el palacio de la baronesa de Maldà (un despacho del servicio de información franquista la llama "baronesa de la Maldad"), en la calle del Pi, donde se instalarían más tarde el cine y las galerías Maldà. Nunca hubo el menor incidente, ni siquiera de parte de los más furibundos anarquistas, de modo que algunos sacerdotes catalanes y bastantes fieles, entre ellos un pariente mío, iban sin temor allí a celebrar u oír misa.

Los nacionalistas católicos vascos abrieron en 1938 una capilla en el palacio de Maldà que nunca vivió incidentes

Tampoco se atrevió a prohibirla el padre Josep M. Torrent, vicario general nombrado por el obispo Irurita antes de desaparecer, que gobernaba la diócesis respetado por las autoridades, pero se opuso terminantemente a la propuesta del ministro vasco católico Irujo de abrir otras iglesias al culto público. Torrent consultó a Secretaría de Estado y la respuesta de Pacelli, de parte de Pío XI, fue que si no era solo para los vascos sino para todos los fieles, y si había garantías de que el clero catalán, ya tan castigado, no sufriría nuevas represalias, había que reabrir iglesias, porque las misas clandestinas eran pastoralmente insuficientes. Torrent consideró que no se daban aquellas garantías y además pensaría que era una mera operación propagandística. En todo caso, si en Barcelona no se abrieron más iglesias al culto público hasta la llegada de las tropas franquistas fue porque el padre Torrent lo prohibió. Llegó a escribir: "No olvide que el culto público está prohibido por mi autoridad".

En cambio Vidal i Barraquer decía a Pacelli que había que hacer como los primeros cristianos, que aprovechaban todos los resquicios de libertad que se daban entre persecución y persecución. Por medio de su vicario Rial y con el discreto apoyo del Vaticano quería restablecer gradualmente el culto público en Tarragona, pero la fulminante ofensiva contra Cataluña en diciembre de 1938 lo impidió.

Otro testimonio del desparpajo con que los vascos proclamaban su fe nos lo ha dejado un monje de Montserrat, el hermano Carlos Areso, que pasó toda la guerra en el monasterio, conocida por todos su identidad, como una especie de ama de llaves de aquella laberíntica casa. Un día visitaron Montserrat los diputados de las Cortes. Subieron al camarín y allí los vascos se arrodillaron ante la imagen de la Moreneta (en realidad era una copia; la auténtica había sido escondida) y se pusieron a rezar. Algunos de los demás diputados se burlaron de ellos, y cuenta el hermano Areso, navarro y carlista, que "casi llegaron a las manos, pero por desgracia después se reconciliaron en el restaurante".

Hacia el final de la guerra Irujo, fracasado, escribía amargamente a Vidal i Barraquer: "Puse todo mi empeño en normalizar la vida religiosa, restaurar el culto y reanudar las relaciones del Estado con la Iglesia (...). De no haberse cruzado la actitud de la jerarquía católica, es probable que aquel empeño hubiera sido logrado. Mete grima en el alma de un católico tener que confesarlo". Y en otra carta: "La Iglesia, fuere por lo que fuere, figurará como mártir en la zona republicana y formando en el piquete de ejecución en la zona franquista".

Hilari Raguer es historiador y monje de Montserrat.

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