Enfermos pero muy poderosos
Quién sabe si la tensión vivida en la crisis de los misiles cubanos por John Fitzgerald Kennedy hubiese sido menor si este no la afrontara atiborrado de calmantes. Puede que el devenir de Francia en las últimas décadas habría resultado distinto si Mitterrand no hubiese ocultado su cáncer de próstata, o la irritabilidad de Hitler menor si no se pusiera fino de cocaína al final de la guerra. ¿Y del presente? ¿Estaríamos todos involucrados a nivel global en Irak o Afganistán si George Bush o Tony Blair no sufrieran claros síntomas de hybris o desmesura, un mal psicológico muy común en los dirigentes?
Son cuestiones para las que un político como David Owen tiene varias respuestas. Dilemas y diagnósticos que esparce en su libro En el poder y en la enfermedad (Siruela). A la de diputado, líder del Partido Socialdemócrata y ministro de varios gabinetes británicos, Owen une su vocación médica. Ambas ciencias, la de la política y la de la medicina, le han hecho ofrecer servicios extras en política. Como fijarse si Leonid Bréznev mostraba síntomas de cáncer de garganta al reunirse con él. Pero también le han proporcionado los suficientes elementos de análisis como para ofrecer una más que curiosa y original perspectiva en su visión del poder.
"Si los estadounidenses hubieran sabido que Kennedy sufría la enfermedad de Addison, habría ganado Nixon"
" Los problemas cardiacos de Tony Blair influyeron notablemente en su decisión de abandonar el poder"
Owen se limita a los últimos 100 años de historia y realiza revelaciones sustanciosas en su ensayo. Desde la polio de Franklin Delano Roosevelt y el alcoholismo de Churchill, hasta las depresiones de De Gaulle, la paranoia de Stalin y el párkinson de Hitler o las recientes borracheras de poder -léase hybris- de Bush y Blair.
La enfermedad es al tiempo un acicate y un freno entre los dirigentes. Tanto la dolencia en sí -física o psicológica- como las reacciones que generalmente produce. La primera de ellas es la ocultación, y eso tiene sus consecuencias. Los casos de Kennedy o Mitterrand son paradigmáticos. Pero sorprende mucho más, por novedoso, el de Blair. Según Owen, el ex primer ministro británico no forzó su salida por cuestiones meramente políticas. Sus problemas cardiacos influyeron mucho en la decisión: "Ahora no está obligado a dar cuenta de ello, ya que se ha retirado de sus responsabilidades. Pero mientras estuvo en ejercicio, como primer ministro elegido, debió hacerlo", asegura Owen.
El análisis y las conclusiones del político británico con el dirigente laborista sobre su posición ante la guerra de Irak son demoledoras. De las casi cien páginas que dedica al asunto, no realiza ni una sola mención a José María Aznar, otro de los miembros de la alianza, a quien, a juzgar por el número de menciones, no atribuye ningún calado político. Tampoco cree que Aznar padeciera el mismo síndrome de hybris que los dos políticos anglosajones. "No podría determinar si lo sufrió o no. Pero el hecho de que renunciara a ser reelegido parece indicar que no fue así", asegura Owen.
Uno de los problemas que genera la hybris es creerse señalado por el destino e imprescindible en la historia. Cuando a eso se une un fuerte sentimiento religioso, como en Blair y en Bush, se puede acentuar. "Blair todavía da muestras de padecer el mal aunque haya dejado el cargo. Su frenética búsqueda de un papel internacional lo denota. Quiere erigirse en negociador principal para el conflicto de Oriente Próximo cuando esa responsabilidad la sustentan más los estadounidenses".
En el caso de Bush, su fanatismo iluminado ha resultado preocupante. Owen cuenta una anécdota en el libro que lo demuestra: "En cierta ocasión le dijo a un ministro de Exteriores palestino: 'Me impulsa una misión de Dios. Él me dijo: George, ve a atrapar a esos terroristas en Afganistán. Y lo hice. Luego me dijo: ve a acabar con la tiranía en Irak. Y lo hice". Para Geoffrey Perret, biógrafo de varios presidentes norteamericanos, "es un lenguaje que no ha empleado ningún otro comandante en jefe en la historia de América".
No fue el ejemplo de Roosevelt -que también padeció hybris, aunque la atenuaba con sentido del humor- o Kennedy. Ni siquiera Nixon o Reagan, por citar dos republicanos con ansias también guerreras. Al primero también le afectó la hybris, esa enfermedad que Bertrand Russell definía como "la intoxicación de poder", pero casi más la depresión. Y el segundo pudo verse tocado por las primeras nubes del alzhéimer en los últimos años de su mandato, según Owen. Su actitud y sus declaraciones en el caso Irán-contra dan pistas acerca de ello.
Kennedy es un caso paradigmático por su rareza. Irrumpió en la escena internacional como un joven decidido y vigoroso. A los 43 años estaba lleno de lo que los kennedianos llamaban vigah: una mezcla explosiva de vitalidad, encanto y sentido del humor. Enfrente, los líderes mundiales, desde Nikita Jruschov en la URSS, con 66 años, hasta el papa Juan XXIII, con 79; De Gaulle, con 70, o el alemán Conrad Adenauer, con 84, le sacaban unas décadas. Pero, según Owen, "todos gozaban de mejor salud que él". Es más. Si los americanos hubieran sabido que Kennedy padecía la enfermedad de Addison cuando concurrió, probablemente habría ganado Nixon. Pero ocultó la insuficiencia que afecta de manera total o parcial a las glándulas suprarrenales. Y con ello, el hecho de que dependía de una terapia sustitutiva de hormonas. Aparte de una espiral de afición gratuita a los calmantes para sus dolores de espalda. Pequeños detalles que exigían tratamientos y medicación. Fue algo que pudo influir en su, según Owen, "inepta gestión del asunto Bahía de Cochinos".
Aun así, cuanto más se sabe de los problemas de salud de Kennedy, más se admira su fortaleza física, sostiene el autor. Los datos van apareciendo poco a poco. Abriéndose camino entre la maraña de secretismo que esparcieron él y otros tantos. Un asunto sobre el que Owen se extiende en el libro. Porque la deliberada ocultación de problemas de salud ha determinado el curso de muchas carreras políticas. ¿Habría seguido siendo Mitterrand presidente de Francia si no se hubiera empeñado en ocultar su cáncer de próstata? ¿Habría adoptado mejores decisiones en torno al conflicto de los Balcanes si el tratamiento no le hubiera afectado?
Queda como incógnita si hubiera presionado con más fuerza para hacer cumplir el plan de Atenas, rechazado por los serbobosnios en Pale. También Ruanda pudo pagar esas consecuencias, según Owen. De haber actuado con más determinación, "la ONU pudo haber aprobado un plan para enviar 6.000 soldados que impidieran el genocidio. Una postura más comprometida".
La Europa de la II Guerra Mundial también padeció las enfermedades de sus líderes y sus tiranos. Churchill fue el caso menos conocido. La cordura aliada frente al nazismo siempre ha hecho a sus líderes inmunes a ninguna sombra de mal. Pero lo cierto es que el primer ministro británico sufrió varias amenazas a su salud. Poco después de convencer al presidente Roosevelt de que entrara en guerra, padeció un leve ataque al corazón. Fue precisamente en la Casa Blanca. Pero más recurrente fue su tendencia a la depresión. El "perro negro", como él llamaba a sus ataques de melancolía, le acechaba de manera constante. La rama paterna era propensa, y esa herencia apenas quedaba mitigada por su afición a la buena mesa, los puros y el alcohol. Aun así, Churchill fue clave en la aniquilación del fascismo. Los enemigos exteriores no lograron doblegarle. Pero los interiores, tampoco.
El presidente estadounidense Roosevelt fue, según Owen, "el líder más influyente en la Segunda Guerra Mundial y, por tanto, en el siglo XX". Y eso que todo su mandato lo pasó en silla de ruedas. La polio que lo atacó con 39 años le dejó paralítico. Pero se resistía a mostrarse como un discapacitado. De las 35.000 fotografías que se conservan en la Roosevelt Presidencial Library, solo dos lo muestran en su silla. Su muerte fue objeto de controversia. Algunos mantenían que falleció de cáncer de estómago; otros, a causa de un melanoma maligno. Pero para el autor, hoy no hay duda de que falleció a causa de un derrame o un accidente cardiovascular por insuficiencia cardiaca.
Entre los sátrapas han preponderado los males psicológicos. Stalin padecía una indiscutible paranoia. Era de tal calibre que, como relata Owen en el libro, "ordenó que dispararan a un guardia personal después de que este, sin darse cuenta, hiciera que le arreglaran unas botas para que no crujieran". Koba se alarmó al comprobar que se acercaba sin que él pudiera oírlo y se empeñó en matarle. Lo paradójico, según el autor, es que en algún caso su obsesiva paranoia "le permitió sobrevivir".
Úlcera gastroduodenal fue el mayor problema físico de Mussolini. Pero lo peor fue su pérdida de contacto con la realidad y su trastorno bipolar. Algo que Hitler no sufrió. El Führer fue siempre consciente de sus decisiones. Era difícil diagnosticarle enfermedades mentales. Las apariencias engañan. El hecho de verle enfurecido en sus discursos no significa que sufriera males que le convirtieran en inútil. Era propaganda. Una mera estratagema para recavar y conectar con el odio creciente de una nación humillada. Fue hábil y sagaz. No hay duda de que sufrió hybris. Psicoverborrea, también. Unos estudios le definen como psicópata neurótico; otros, como obsesivo por el miedo al contagio por vía de sangre, y ha sido probado que durante toda su vida le afectó la monorquidia, el hecho de tener solo un testículo. Lo bueno de eso fue el remedio. Su médico personal le prescribió inyecciones de testículo de toro con azúcar de uva. Aunque para su hipocondría y su insomnio se incrementaron las recetas. La aparición del párkison con temblores en la mano izquierda pudo afectarle en decisiones clave. Pero también la cocaína que consumía y que le condujo a una mayor irritabilidad y decisiones compulsivas. El resto de su derrumbe es de sobra conocido.
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