Mucho más Vieja
Yo no sé de dónde nacen esas ganas de dar conversación, quién nos obliga a comentar el tiempo con el vecino en el ascensor, a fingirnos educados como si nos importaran las vidas de los demás, cuando en el fondo sabemos todos que no somos más que fieras, bestias salvajes que luchamos entre nosotros en un desesperado intento por devorar para no ser devorados. Como este hombre, pensó, y haciendo como que volvía la cabeza para contemplar el horizonte le dirigió una mirada retadora, casi una amenaza, para que no se le ocurriera volver a molestarla.
Pero él insistió.
-Vaya, así que policía Quién lo diría. Se te ve muy joven.
Sí, joven, pero sobre todo sola, si lo sabré yo, y por eso ha tenido que plantar su toalla precisamente al lado de la mía, como si no tuviera el resto del arenal para él, que yo ya no sé para qué huyo ni me da por desaparecer en el lugar más desértico que pueda imaginar si al final me va a dar la paliza el único paseante que hay por aquí, un escritor que se dice amante de la soledad y que se explaya citando versos de poetas enamorados del mar. Me gustas cuando callas porque estás como ausente es lo que quisiera decirle, pero como una idiota me limito a asentir cada vez más enfurruñada mientras él, ajeno a mis malos modos y a mi silencio, no cesa de parlotear.
Cuando vinieron a por Esperanza estábamos en una clase de Derecho Canónico. La detención fue todo un espectáculo
Es curioso cómo un cadáver hermoso suscita más compasión, más sensación de injusticia por el crimen, que un muerto feo
-Entonces recordarás cuál fue tu primer caso
Clara se revolvió incómoda, cerró los ojos en un gesto de hastío y enterró aún más adentro las uñas en la arena. Finalmente, con un deje provocador, preguntó:
¿Te refieres a mi primer tirón de bolso?
No el autoproclamado escritor sonrió azorado. Más bien al primer asesinato.
De esos no hay tantos y además, como has dicho, soy muy joven.
Pero lo cierto es que sí, claro que recordaba su primer "caso", como si se pudiera olvidar el primer cadáver que una ve, la blancura azulada de los párpados cerrados, esa ausencia total y absoluta que te sobrecoge y arrebata el aire por un momento, como una mano que se mete en tu pecho para agarrarte el corazón y llevarte hacia el fondo, allá abajo, igual que las algas que se enredan en los pies cuando el océano está batido y las olas parecen querer arrastrarte al centro mismo de la oscuridad, pensó, y apretó fuerte los párpados y se lamió los labios bañados en salitre y volvió a flotar en la memoria de los días grises hasta verse en la última planta del edificio de su facultad, un laberinto de serpenteantes pasillos al que todos llamaban El Geriátrico por estar ocupado por los despachos de los profesores, algunos ciertamente decrépitos; por la calma y placidez que allí se respiraba, lejos del ajetreo de la cafetería, los pasillos y las aulas, y por su zona de descanso abierta a una terraza, con grandes cristaleras que derretía el sol y enormes macetas de plantas verdes junto a sofás de piel tan blancos y que nadie utilizaba. Sí, era puñeteramente parecido a la sala de visitas de cualquier geriátrico caro.
¿Está esperando a alguien? la interpeló un joven profesor adjunto.
A Francisco Mendizábal respondió, creo que comparte este despacho con usted. Debo hablarle, tenemos una cuestión pendiente que resolver.
La estudió con extrema prudencia y, tras sacar la llave de su bolsillo y acomodar mejor los volúmenes que llevaba bajo el brazo, vaciló entre dejarla entrar o hacerla esperar fuera.
Clara le observó detenidamente, no era la primera vez que lo veía por los pasillos y, para qué engañarnos, se reconoció tantos años después en aquella playa. Si no le había pasado desapercibido era porque no estaba nada mal y además tampoco es que hubiera a mi alcance mejor material, todos niñatos con granos que creían poder cambiar el mundo con la fuerza del Derecho, que la contemplaban embobados y babeantes desde que se corrió la voz de que era una policía cuatro años mayor que ellos que pretendía sacarse la licenciatura para lograr un ascenso. Seguro que todas las noches más de uno se toca lo que no debe pensando en mí, se dijo, y reprimió una mueca de disgusto antes de explicarle con llaneza al adjunto, por fin alguien de su edad, el porqué de su cita.
No estoy conforme con la nota de mi último examen afirmó, y de pronto fue sumamente importante para ella hacerlo porque por nada del mundo quiero que piense que soy uno de los ligues de su compañero, alumnas de uñas siempre pintadas, con carpetas sobre su pecho protegiendo un pudor que no tienen, fingiéndose fascinadas y entrecerrando los ojos cuando Mendi, como muchas le llamaban, se giraba en medio de una explicación hacia la pizarra a fin de verle mejor el culo.
Suele ocurrir admitió el profesor poniendo los ojos en blanco al tiempo que con un gesto le ofrecía finalmente pasar.
Dos horas después, tras las miradas tímidas al principio y los silencios incómodos que se llevaron la mitad de la espera, habían terminado por hablar de cine, de libros, de música pop y manzanas verdes y su hambre de vacaciones y un verano todavía lejano. Pero Mendizábal seguía sin aparecer.
He de marcharme, no puedo esperarle más anunció Clara tras constatar que la tarde se le había escapado y era más de las ocho y media.
Podríamos intentar una última opción y mirar en la bañera.
¿La bañera?
La piscina cubierta aclaró. Está aquí arriba, es pequeña y sé que el decano lleva con empeño que su existencia no trascienda al alumnado. A Francisco le gusta usarla para relajarse Solo o acompañado matizó a modo de advertencia, posiblemente para evitar que me escandalizara, yo, después de lo que han visto mis ojitos por calles, callejones y poblados chabolistas, ante lo que pudiéramos hallar.
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Es curioso cómo un cadáver hermoso logra suscitar más compasión, más sensación de injusticia por el crimen cometido, que un muerto feo, reflexionó Clara mecida por el rumor de las olas, adormilada por el agradable sopor que, pese a todo, despertaban en ella sus recuerdos. El que fuera uno de los hombres más apuestos de la facultad, el menor de los hijos de un ilustre rector, la esperanza de los bufetes, el niño bonito de su casa que en sus años de estudiante posara como modelo en catálogos de ropa tanto interior como exterior, yacía semisumergido en una piscina a la que más bien convendría llamar pileta, tenuemente iluminado por el último rayo del atardecer de aquel otoño ya mediado, rodeado de infinidad de velitas aromáticas cuidadosamente colocadas en el borde y ya casi derretidas y medio cubierto por pétalos de rosas rojas esparcidos dentro y fuera del agua que, a esas alturas, fenecían arrugados y medio espachurrados, sin nada de su antiguo esplendor efímero. El muerto, en cambio, pálido y brillando a la luz titilante de las llamas, bajo la rojiza penumbra del ocaso que le llegaba desde el lucernario, se veía bello como un adonis, exultante en su traje de músculos y en lo todavía terso de su piel, sereno en su rostro anegado y exangüe coronado por el brillante halo de cabellos castaños que flotaban suavemente acariciándolo.
¡Mierda! exclamó su compañero, y quitándose los zapatos se dispuso a tirarse a la piscina para sacarlo del agua.
¿Qué haces? le preguntó Clara asombrada porque nunca dejaré de sorprenderme por la poca sangre fría de los hombres en momentos como este, su nula practicidad y esa histeria descontrolada que luego nos achacan a las mujeres solo porque gritamos al ver una araña.
No puedo dejarlo ahí.
Lo que no puedes hacer es alterar las pruebas. Está muerto. No nos queda otra que llamar a la policía y esperar.
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Es curioso cómo un sospechoso poco agraciado puede acumular todos los recelos, despertar las sospechas más enconadas, el unánime convencimiento de los investigadores, los especuladores, los cotillas, los profanos, los morbosos. En aquel caso, recordó Clara, la fea era una alumna conocida en la facultad debido a su incansable actividad. Se llamaba Esperanza, ostentaba el rango de delegada de curso y sin duda se trataba de una de las personas menos favorecidas, por decirlo de una manera elegante, que llegaría a conocer jamás. Para su desgracia, en cuanto el compañero del difunto vio los pétalos de rosa y los relacionó con la carta, el asunto, a ojos de casi todos, estuvo meridianamente claro.
La carta en cuestión era un anónimo que el fallecido había recibido varios meses atrás. Constaba de una breve nota que, imitando el lenguaje oficial, proclamaba que a fecha del cumpleaños del destinatario, solo que un milenio más adelante, sus cenizas habían sido recuperadas del cementerio de la Almudena y se le enviaban en un sobre adjunto. Al abrirlo Francisco en su despacho, se derramaron sobre el escritorio varias docenas de pétalos de rosas rojas como la sangre, curiosamente de la misma variedad que los que luego cubrirían su cadáver.
Fran se tomó como un reto personal dar con el remitente le reveló el joven profesor que tanto lo había conocido en el bar de la facultad, adonde corrieron a refugiarse tras las diligencias preliminares y donde ella le acosó sin compasión con mil y una preguntas. Clara odiaba conformarse sin saber lo que ocurría solo porque sus compañeros la habían dejado al margen de la investigación con la excusa, pura patraña, de su doble condición de testigo y agente novata.
¿Por qué? Seguro que recibía un montón de notas de amor.
Sí, pero ninguna tan amenazante como aquella. Tenía miedo, estaba convencido de que tras el anónimo se escondía una mujer y lo cierto es que le sobraban motivos para recelar: llevaba demasiados años usándolas y tirándolas como a muñecas, tarde o temprano alguna tenía que acabar por transformar en odio todo aquel rencor.
¿Cómo desenmascaró a Esperanza? inquirí mientras revolvía el café con el mismo cuidado como escuchaba aquella historia de sus labios.
Era muy obstinado y, como siempre, terminó por salirse con la suya pese a que no tenía ningún dato más que el matasellos del certificado. Empezó a tirar de ese hilo y se cameló a una funcionaria de Correos para que, olvidando las prohibiciones, le facilitara el nombre de la estafeta desde la que se hizo el envío. Ahí descubrió que provenía de un pequeño pueblo de Toledo. Luego, con el mismo método del coqueteo, hizo que alguien de administración le pasara el listado de alumnos de la facultad y comprobó que una estaba empadronada allí.
Para su sorpresa, no se trataba de ninguna de sus múltiples conquistas despechadas, sino de una admiradora secreta, alguien que le adoraba de tal manera que se atrevía a afirmar sin pudor que dentro de mil años sus restos idolatrados no serían vanas cenizas, ceniciento polvo enamorado, sino pétalos de rosa roja, la flor de la pasión.
Lo que no entiendo es cómo terminó liándose con ella.
Por pura egolatría. A alguien como Fran le excitaba que una mujer le admirase de ese modo, por más fea que fuera aventuró con clarividencia su antiguo compañero. Comenzó a fijarse en ella y, aprovechando su cargo de delegada de curso, se acostumbró a invitarla a su despacho con las excusas más peregrinas. Acabó acostándose, pero sin llegar a salir en serio ni a mostrarse en público jamás. Era como una especie de comodín que con extraordinaria fogosidad se avenía a realizar aquellas fantasías sexuales que no se atrevía a pedirle a las demás. Cuando una cita le dejaba tirado solía proclamar: "Siempre nos queda la Esperanza", y entonces la llamaba. No es muy descabellado pensar que ella terminó por hartarse de ser el segundo plato.
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No, no era nada descabellado pensarlo. Y por supuesto que fue lo que mis compañeros dieron por sentado. Intenté advertirles de que todo parecía demasiado fácil, pero cómo iban a escucharme, sonrió Clara con el rostro bañado por el sol y, en un gesto reflejo adquirido desde que decidiera cortarse el pelo, se pasó la mano por el flequillo para asegurarse, quién sabe, de que todos sus recuerdos permanecían en su sitio. Para ellos yo era, y posiblemente aún sigo siéndolo, alguien con demasiada poca experiencia como para merecer participar en un caso de homicidio, a quien solo informaban por cortesía y porque había descubierto el cadáver, un cadáver en apariencia perfecto, sin el más mínimo signo de violencia, pero eficazmente aniquilado por una abusiva ingesta de Viagra que, como la autopsia reveló, en alguien de su edad y complexión inevitablemente terminaría por causar un infarto.
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Cuando vinieron a por Esperanza estábamos en mitad de una clase de Derecho Canónico. Nadie en comisaría cayó en la cuenta de que quizá hubiera sido mejor, al menos más compasivo, ahorrarle aquella afrenta. La detención se convirtió en todo un espectáculo y, entre aquel barullo de rostros alzados y pupilas que diseccionan y muecas de burla e insidia desatada, el profesor adjunto, encargado temporalmente de las clases de su antiguo compañero, y yo, no pudimos evitar cruzarnos una mirada desazonada, profundamente consternada.
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No encaja juntos de nuevo en la cafetería no dejábamos de darle vueltas, compadecidos por la inusitada y repentina indefensión de Esperanza, antes tan guerrera, tan ardorosa en sus mítines como delegada. ¿Cómo pueden asegurar que ha sido ella?
Mis compañeros son algo bestias, pero no ineptos le expliqué. Han hecho los deberes y cuentan con testimonios y pruebas contrastadas. Sin ir más lejos, les aseguraste con total convencimiento que Mendizábal jamás tomaría drogas, y mucho menos para el sexo. Las amigas de Esperanza, por su parte, juran que no se cansaba de presumir de sus citas con la víctima en la piscina de vuestra planta.
Pero ¿no te parece todo demasiado forzado? insistía él.
Y tanto que sí, recordó que quiso decirle Clara, pero en el trabajo se cierran en banda, la mayoría de las veces no son capaces ni de escucharme cuando les sugiero que una mujer despechada no puede actuar de forma tan evidente por mucho que esté enfadada. Sin embargo, lo único que hice fue resumir con forzada objetividad el aluvión de pruebas que pesaban contra la acusada:
Se ha comprobado gracias a las huellas que el anónimo es suyo, y la agenda y el correo electrónico de Francisco, cargado de comentarios eróticos y hasta fotos picantes de ambos, nos confirman que mantenían una relación que, al parecer, el difunto quería finiquitar. Ahí está el motivo para matarle. Quedaron, Esperanza le incitó a tomar la droga o se la suministró sin que él lo supiera, pues la cantidad ingerida es mortal de necesidad incluso para alguien tan ajeno a su manejo como tu ex compañero, y después de su fallecimiento, una vez cumplida su venganza, abandonó el lugar. Puede que Mendizábal no te lo hubiera comentado, pero había otra alumna en perspectiva, una tal Mariló. Es un bombón, seguro que no te ha pasado desapercibida.
Te equivocas respondió alzando súbitamente los ojos y mirándome con intensidad. Los bombones no son lo mío.
En todo caso concluí intentando ocultar mi turbación, los hechos y las pruebas cantan. Esperanza no tiene salvación.
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Pero casualmente sí la tenía, porque su familia estaba forrada de pasta, su abogado estaba excelentemente armado con argumentos y trucos de tahúr taimado y ella, además, estaba bien protegida por una coartada que vino a demostrar que el día de autos había permanecido a cientos de kilómetros de la facultad y, por tanto, era materialmente imposible que pudiera haberse acercado a él, no digamos ya proporcionarle la droga y presenciar cómo se ahogaba.
En cambio, la dulce Mariló, la bella y popular Mariló, la inocente y sexualmente hiperactiva Mariló, fue incapaz de dar una explicación convincente al hallazgo entre sus pertenencias, tras una exhaustiva investigación, de una caja de Viagra de la que procedían las píldoras que aniquilaron a su profesor.
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Finalmente, la familia de Fran se conformará con un homicidio imprudente me informó días después su antiguo compañero ante otro café, uno más, que no sería ni mucho menos el último. Huyen del escándalo como de la peste.
Qué hipocresía. Nadie en su sano juicio creería que él o Mariló pudieran ignorar que semejante cantidad de píldoras terminaría por matarle.
Hablas como una auténtica policía observó con ironía.
Tendré que asumir que lo soy acepté tras dudar un instante, insegura sobre cómo dirigirme a él. Sagaz y atento, pareció leerme el pensamiento.
Puedes llamarme Ramón dijo.
Y yo, como una boba, ignorando las consecuencias que ese gesto nos acarrearía, los años futuros de amor y dolor, asentí, me sonrojé, y le sonreí.
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Ahora es fácil aventurar de qué otro modo hubieran sido los casos y las cosas reconoció Clara mientras el supuesto escritor se esforzaba por no perder ni una de sus palabras, casi susurros, por debajo del rumor de las olas. Pero entonces era imposible adivinarlo, cómo íbamos a suponer que mucho tiempo después una mañana de domingo nos sorprendería con la noticia en el periódico de la detención de una tal Esperanza Gil, ambiciosa abogada que había causado la muerte de uno de sus jóvenes amantes tras obligarle a ingerir una dosis desproporcionadamente alta de Viagra y se encogió de hombros y maldijo por dentro los días perdidos que ahora le hacían a una más sabia y más serena, sí, pero también mucho más vieja.
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