Lenin por los suelos
En las afueras de Bucarest (Rumania) hay un palacio del siglo XVI que perteneció a Constantin Brancoveanu, príncipe de Valaquia. Este boyardo de erizados bigotes conspiró contra los turcos, por entonces imperio dominante y al que Valaquia rendía vasallaje. Descubierto, fue conducido a Estambul y ajusticiado allí en 1714 junto con sus cuatro hijos varones y su tesorero. Antes los torturaron diligentemente para intentar sonsacarles dónde guardaban su fabulosa fortuna. Aunque la Iglesia ortodoxa sostiene otra versión, a saber, que sufrieron tormento no por las riquezas, sino porque querían que se convirtieran al islamismo. En consecuencia, los ortodoxos los declararon mártires y santos en la tardía fecha de 1992. Por cierto, que la Iglesia ortodoxa abunda en santos peculiares y coronados: también santificaron a la emperatriz Irene, una mujer feroz que ordenó que le sacaran los ojos a su propio hijo.
"Solo queda la pena por el sacrificio, el tiempo perdido, el estúpido horror del totalitarismo"
El caso es que en las espaldas del palacio de Brancoveanu, al otro lado de un pequeño muro desconchado, en un erial en donde se acumulan sucias cajas vacías de refrescos y silban los enormes mosquitos de Bucarest (el mito de los vampiros rumanos nació, ahora lo sé, de la ferocidad de sus mosquitos), hay dos estatuas de bronce cociéndose bajo la insoportable solanera del verano. Son de cuerpo entero, quizá de seis o siete metros de altura cada una, aunque resulta difícil de calcular porque están tumbadas en el suelo, derribadas, sin peana (no hay nada más estruendosa y obviamente caído que una estatua despojada de su pedestal), con el noble bronce polvoriento y conquistado por las hormigas. Una de las figuras está boca arriba y mira el cielo con un sombrero en la mano. Es Petru Groza, el primer ministro que Rumania tuvo tras la II Guerra Mundial, todavía bajo el mandato de los rusos. Un obediente prosoviético. La otra estatua está un poco más allá, tumbada boca abajo, contemplando humildemente la tierra reseca, con el perfil medio tapado por las malas hierbas. Es Lenin. La posición de ambos debe de ser casual; sin duda pesan toneladas y probablemente quedaron como cayeron cuando les trasladaron hasta aquí.
¿Y por qué acabaron aquí? Probablemente porque no sabían qué hacer con ellas y este es un terreno propiedad del Estado. Ignoro dónde se encontraba antes la estatua de Groza, pero la de Lenin estuvo durante mucho tiempo en una de las plazas principales de Bucarest, delante del edificio de La Chispa, un mamotreto estalinista que albergó durante la dictadura todos los periódicos y los sellos editoriales oficiales. Que, por otra parte, eran los únicos que había, naturalmente. Mi amiga la escritora rumana Gabriela Adamasteanu (hermosa su novela Una mañana perdida en Lumen) trabajó 15 años haciendo enciclopedias en ese edificio, y por las ventanas veía todos los días a Lenin en lo alto de su gloria y de su peana. Ahora, acompañándome a visitar el palacio del viejo príncipe, Gabriela ha visto por primera vez el bronce derrotado. Y es que lo más conmovedor del implacable baile de la historia, de este pasar y decaer de vanidades, es que las figuras de Lenin y de Groza son ignoradas con formidable indiferencia por los rumanos. Las estatuas no están a la vista, pero tampoco escondidas; todo el mundo parece saber dónde se encuentran, pero a nadie le importan. Los bronces están libres de pintadas, ni condenatorias ni laudatorias. Alguien ha colocado una improvisada escalera que permite subirse sobre las anchas espaldas metálicas de Lenin, tal vez para poder retratarse sobre él, del mismo modo que el cazador blanco pisaba al león que había abatido, pero dudo que sea una foto que se haga mucha gente: no hay huellas de pies y la escala está limpia.
Los episodios históricos se acumulan como hojas caídas en un parque, y este palacio de Brancoveanu es un palimpsesto de ansias de poder y sueños rotos, de imperios que se elevan y se derrumban, de cuellos cortados y cuerpos torturados. Lenin cambió el siglo XX, llenó millones de cabezas de hermosas utopías y puso en marcha una realidad de terror y de sangre, alterando la vida de una buena parte de la humanidad. Y, ¿qué queda hoy de todo eso? Por lo menos del viejo Brancoveanu queda, siglos después, un hermoso palacio, un estilo arquitectónico que lleva su nombre. Pero de Lenin se diría que solo queda un viento caliente, un puñado de ortigas, una momia apolillada en el lejano Moscú, la pena por el sacrificio, la credulidad y los esfuerzos de tantísimas personas, el tiempo perdido, el estúpido horror del totalitarismo. O sea, nada. Ni siquiera parece servir como león caído.
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