Diplomáticos (pocos) contra Franco
Cónsules y embajadores se pasaron masivamente al bando sublevado - Un libro rescata a los leales a la República y su pelea por vencer el aislamiento internacional
A los pocos días de llegar a Londres como nuevo embajador en septiembre de 1936, Pablo de Azcárate coincidió en un banquete con su amigo lord Cecil of Chelwood, que le intentó presentar a Winston Churchill. "Al oír que se trataba del embajador de España, rojo de ira y sin estrechar la mano que yo instintivamente le tendía, Churchill declaró que no quería tener relación alguna conmigo y se alejó murmurando entre dientes: "Sangre, sangre...".
Este extracto de las memorias de Pablo de Azcárate, uno de los diplomáticos leales a la Segunda República, evidencia la soledad internacional del Gobierno español democrático al inicio de la Guerra Civil. Nunca Azcárate tuvo oportunidad de entrevistarse con los primeros ministros británicos (Stanley Baldwin y, desde mayo de 1937, Neville Chamberlain). Las guerras también se pierden en las alfombras.
Desde luego, explica el historiador Ángel Viñas, la República española fracasó en el campo de batalla y en las cancillerías. Entre otras razones porque la mayoría del cuerpo diplomático se pasó con todas sus (pacíficas) armas al bando de Franco. De los 400 miembros que pertenecían a la carrera, solo medio centenar siguió leal al Gobierno republicano. Una cifra que aún tiene otra merma, ya que de ella Viñas excluye a los 10 "traidores" que protagonizaron un doble juego, poniendo una vela a Dios y otra al diablo. Sirva el ejemplo del cónsul español en Estambul, que espió para el bando sublevado en un lugar estratégico: por el estrecho de Dardanelos surcaban los buques soviéticos cargados con armas para el ejército rojo. Los traidores, claro está, se incorporaron de inmediato a la nueva carrera diplomática al finalizar la guerra.
Viñas ha dirigido la obra Al servicio de la República. Diplomáticos y Guerra Civil (Marcial Pons), el primer estudio histórico que indaga en el papel de los leales y traidores al Gobierno constitucional. También en este campo la historia parecía dar un salto en el vacío, como si una parte del periodo transcurrido entre 1936 y 1939 se hubiese desvanecido. Para resarcir esta laguna, el ministro de Asuntos Exteriores y Cooperación, Miguel Ángel Moratinos, presidió en diciembre un acto de rehabilitación de todos aquellos que fueron sancionados, depurados o expulsados de sus cargos por la dictadura. En ese empeño por recuperar cierto pasado olvidado, Moratinos también ha impulsado la investigación en la que han participado ocho historiadores. "Hasta ahora no había habido un estudio sistemático de los esfuerzos republicanos por romper el cerco internacional al que se vio sometida la República por parte de las democracias occidentales", expone el director de la obra.
Se examinan embajadas vitales en aquel contexto: Londres, París, Washington, Moscú, Praga, Berna y México. La sublevación trastocó por completo la legación española en Francia. "Juan Francisco de Cárdenas, que inicialmente pareció respetar la legalidad republicana, paralizó cuanto pudo el pedido de armas hechas a [León] Blum", escribe Ricardo Miralles, catedrático de Historia Contemporánea del País Vasco. Cárdenas, que cambió finalmente de bando, fue sustituido en la Embajada por Álvaro de Albornoz.
La República envió a Fernando de los Ríos a la Embajada de Washington con el objetivo de romper su neutralidad, cuestionada por muchos estadounidenses, incluida la primera dama Eleanor Roosevelt, que escribió en 1938: "La ley de neutralidad no nos ha hecho neutrales... no es en absoluto una ley de neutralidad, pero muy poca gente se da cuenta de ello". Cuenta Soledad Fox, catedrática de Literatura e Historia Española Contemporánea en el Williams College de Massachusetts, que De los Ríos llegó a ser "una figura admirada y respetada", que logró el envío de unidades médicas (capitaneadas por el cirujano Edward Barsky) a la zona republicana. Se estrelló, sin embargo, al intentar deshacer el embargo sobre la venta de armas. El oficial, porque el clandestino florecía gracias a los envíos de la petrolera Texaco y General Motors a los sublevados.
En el caso británico, Enrique Moradiellos, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Extremadura, observa cierta bipolaridad: se conquista a la opinión pública y se fracasa ante el Gobierno. Una encuesta de 1938 realizada por el British Public Opinion revelaba que el 58% de la población simpatizaba con la causa republicana y solo un 8% se decantaba por Franco. Similar corriente de simpatía se dio en el ámbito artístico e intelectual: cinco autores (entre ellos Evelyn Waugh) apoyaron a Franco en una encuesta frente a 126 que defendían al bando republicano, entre ellos Samuel Beckett, Aldous Huxley, Arthur Koestler, Sylvia Pankhurst o Leonard Woolf. (Como indecisos se definieron Ezra Pound y T. S. Eliot). Pese a la "magnitud de ese movimiento solidario, debe reconocerse que ni el propio Azcárate ni los partidarios de la República fueron capaces de utilizarlo para modificar la política no-intervencionista del Gabinete británico", escribe Moradiellos.
Lo de la no intervención tiene su guasa. Entre los documentos localizados para este libro, Viñas ha recuperado en el archivo del Banco de España pruebas de lo que él define "puñalada trapera" del British Overseas Bank (BOB) al paralizar los pagos de nóminas y gastos de las embajadas españolas en el exterior, a pesar de la existencia de fondos en la cuenta del Gobierno. "En mi opinión, es imposible que un banco inglés se arriesgue a hacer algo así sin apoyo político", sostiene Viñas.
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