Supervivencia
Estas crónicas sobre la mitad del siglo pasado son recuerdos particulares y la pretensión de traer por los pelos situaciones y circunstancias poco tratadas, aunque parecería que no ha habido minuto sin su glosa. Hoy comienzo con la memoria de una persona que podría abanderar a un segmento importante de la población: un madrileño a quien la Guerra Civil sorprendió en la capital y las duras peripecias de una existencia alterada por aquel terremoto que subvirtió la existencia nacional y desnortó innumerables destinos personales. Era pariente político, tío de mi esposa, militar de Academia, número uno en su promoción de Estado Mayor, que se había hecho cargo de una madre, de quebrantada salud y unos sobrinos huérfanos del hermano menor. Su destino, como capitán, estaba en Madrid, sus ahijados, veraneando en el Norte; cumplió disciplinadamente, con su destino, rango y especialidad, adscrito al Estado mayor del general Rojo. Someramente pasó por las amargas etapas de ser condenado a muerte por los vencedores, amnistiado y libertado, tres o cuatro años después de dar tumbos por prisiones militares. Como tantos otros.
En aquellos tiempos la falta de hombres se compensaba con un superávit de mujeres
Fue hombre apacible, cultivado y solidario, poco amigo de comentar desdichas. Como oficial sirvió en el Cuerpo al que pertenecía, y tuvo el ascenso por antigüedad en 1937. "Creo que lo de la Quinta Columna fue un desafortunado farol de Queipo de Llano, que costó muchas vidas -me comentó-. La organización de un ejército y la disciplina indispensable estaba fragmentada entre milicias sin control y bandas sedientas de sangre, venganza y codicia. Varios jefes éramos conscientes de la inutilidad de aquella lucha y en los sótanos del Ministerio de la Guerra -o donde estuvieran las instalaciones del Alto Estado Mayor- el más rezagado solía dejar un sobre o varios, con pistas atrayentes: 'Muy secreto'. '¡¡Confidencial!!', 'URGENTE', que contenían datos valiosos acerca de la defensa de Madrid. Ni una sola vez desapareció alguno de aquellos documentos que las diligentes limpiadoras se limitaban a levantar y pasar un trapo".
Solo me habló de Franco una vez: "Era un militar anclado en la campaña de África que no comprendía el ataque masivo de los carros de combate, apoyados por la aviación. Las más novedosas estrategias las planeaban y firmaban generales aliados".
Un caso como tantos. Fue expulsado del Ejército con el grado que tenía antes de ascender, y una familia de rentistas que vendían las casas para pagar los impuestos y reparaciones. Consiguió colocarse en una fábrica de productos hogareños, lavadoras eléctricas, frigoríficos y otros implementos. Su rectitud y meticulosa lealtad le llevaron a descubrir que se inflaban las facturas y lo denunció ante la Dirección. Le trasladaron inmediatamente a un puesto subalterno y poco después le ponían en la calle. Una más de las vidas truncadas en aquel Madrid saturnal.
La falta de hombres se compensaba con un superávit de mujeres, que, en oleadas crecientes acudían a Madrid dispuestas a trabajar en el servicio doméstico, prácticamente lo único para que estaban todas capacitadas. De aquellos tiempos recuerdo que en mis frecuentes períodos de desempleo, nos mudábamos de casa, con dos y tres hijos ya en el cesto, según el estado de las finanzas.
Podíamos sortear al casero, evitar al encargado de la carnicería o los ultramarinos, pero nunca dejamos de tener una o dos chicas de servicio y lo mismo veíamos entre nuestros amigos. Aquellas, apenas adolescentes parecían encantadas de haber abandonado el terruño, cobraban muy poco, salían solo el domingo por la tarde, citadas en la Puerta del Sol o en la salida del Metro de Banco de España con el sorchi que, con gran frecuencia las dejaba embarazadas. Ello no obstaba para que parecieran felices en aquella dura y poco atractiva existencia, lo que hace suponer cómo era en el origen. Cantaban, con la alegría de los pocos años.
Sus hermanas menores se fueron a París, Ginebra, Londres y una familia francesa sin su boniche espagnole, no era bien vista. Al cabo de un tiempo, alguien -al parecer los curas de la Rue de la Pompe-, las abrieron los ojos, comenzaron a reclamar salarios justos y madame tuvo que renunciar a sus esclavas y les llegó el turno a las rumanas.
eugeniosuarez@terra.es
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