Nos ha fallado
La canciller no ha sabido aprovechar la oportunidad para convertirse en la líder de Europa, asustada por las pulsiones más populistas y conservadoras alemanas
Esa Europa sin líderes y sin ideas que lleva una década a la deriva proyectó hace ocho meses todas sus angustias y también sus esperanzas sobre la segunda victoria electoral de Angela Merkel. Ahí tenemos una dirigente consistente, lejos del narcisismo de Sarkozy, de la disoluta concepción de la política de Berlusconi y de la ligereza de Zapatero, se dijeron los europeos. Con su segundo mandato en la cancillería, optando finalmente por la coalición de su preferencia con los liberales, pero con un cierto talante centrista y social, la nueva etapa era todo promesas, no tan solo para los alemanes, sino para toda Europa. No ha sido así. La mujer más poderosa del planeta también nos ha fallado, y con ella, su coalición y su Gobierno, tal como ha quedado en evidencia en el momento más crítico de la reciente historia europea, los días y las noches bruselenses del rescate financiero de Grecia y de la aprobación del colosal fondo de avales y garantías por 750.000 millones de euros, arrancado con fórceps después de tres meses de forcejeo con el Gobierno de Berlín.
Poca consistencia tenía la dilación del plan de rescate europeo, a la espera de unas elecciones regionales Alemania es el país que más se ha beneficiado del euro y el que mejor partido ha sacado de los últimos 20 años
No pudo ser la canciller del Clima, como era su aspiración, descabalgada en diciembre pasado de la cumbre de Copenhague por la irrupción de China, aliada con India y Brasil, a pesar de su larga trayectoria primero como ministra de Medio Ambiente de Helmut Kohl y luego como animadora de la posición europea, principalmente desde su presidencia de turno de la UE y del G-8 en 2007, cuando consiguió en la cumbre de Heligendamm que George Bush reconociera al menos la existencia de un problema de calentamiento global de la atmósfera. Pero tampoco ha conseguido, ni lleva camino por el momento de convertirse en la canciller que saque a Europa de la crisis financiera, ante la que ha reaccionado tarde, mal y sin vocación alguna de liderar a la UE. Según el ex ministro alemán de Exteriores Joschka Fischer, Merkel ha desperdiciado su cita con la historia, esa ocasión única que sólo a muy pocos líderes políticos se les ofrece para que demuestren su valor y su capacidad para superar las mayores dificultades.
Muchas son las explicaciones proporcionadas oficiosa u oficialmente por las autoridades alemanas para justificar la inacción y la tardanza de Merkel ante la quiebra de Grecia. La vigilancia del Tribunal Constitucional sobre todas las decisiones europeas es la más sólida de todas ellas. A fin de cuentas, uno de los reproches alemanes a la Unión Europea, sustentado por las sentencias de su más alto tribunal, es que los principales avances en su construcción no se han decidido por procedimientos de transferencia de soberanía escrupulosamente democráticos, sino por pequeños pasos que desembocan finalmente en una decisión automática: es el caso de la adopción del euro, la ampliación de la UE y ahora el rescate de Grecia y el cambio de funciones del Banco Central Europeo, súbitamente ocupado en tareas que desbordan la estricta estabilidad monetaria y autorizado para operaciones con bonos hasta ahora prohibidas. El Tribunal ha venido reaccionando ante cada uno de estos pasos con prudencia, pero también con sentencias exigentes respecto a su papel de guardián de la Constitución y de la soberanía alemanas.
Poca consistencia tenía, en cambio, la dilación del plan de rescate que Merkel intentó a la espera de las elecciones regionales en Renania del Norte-Westfalia, uno de los mayores Estados federados, que debía asegurarle la mayoría en el Bundesrat. Al final no pudo esperar, puesto que el mecanismo financiero se aprobó en el mismo fin de semana del 9 de mayo en el que los electores iban a las urnas, y, para postre, su coalición fue derrotada. En realidad, el argumento más sólido para la canciller es el que menos puede exhibir y menos lustre le da como dirigente con capacidad de cambiar el curso de las cosas. Es la impopularidad de unas medidas que afectan al bolsillo alemán y están destinadas a la salvación de los países considerados como los malos alumnos de la unión monetaria, a los que los alemanes han venido tradicionalmente mirando por encima del hombro. Razones no les faltaban. Grecia, a fin de cuentas, falsificó sus estadísticas de déficit y deuda, de forma que nunca debió incorporarse al euro; tiene una Administración pública elefantiásica y un nivel de fraude fiscal muy poco recomendables. Difícilmente Merkel podía hacer oídos sordos a estos argumentos, reflejados con crueldad por una prensa sensacionalista, el Bild Zeitung sobre todo, a la que la canciller hace mucho más caso del que debiera, un vicio que anteriores cancilleres también han practicado y que no es exclusivo alemán: Tony Blair sufría de idéntica enfermedad mediática.
El reproche que merece la canciller tiene que ver con aquella vieja función pedagógica que cabe exigir a quienes se dedican a la política, y que en su caso probablemente ha faltado o ha sido insuficiente. Aunque las cosas le han ido muy bien a Alemania en los últimos años, su opinión pública ha reforzado todo un repertorio de tópicos autojustificativos que en el caso alemán vienen a sustituir a los sentimientos más chauvinistas de otras naciones sin su mala conciencia histórica. Es el país que más paga y el que más cumple. Es el que más ha arriesgado, porque ha cedido su querida moneda, aquel marco que fue en su día la divisa fuerte europea. Es el que más tiene que perder en caso de inflación, vista una experiencia histórica que ha arruinado a las familias alemanas en dos ocasiones en los últimos 100 años.
Angela Merkel ha tenido muy en cuenta todos estos argumentos y, en cambio, no ha dedicado mucho tiempo ni atención a poner sobre la mesa otros argumentos de la misma o mayor solidez. Alemania es el país que más se ha beneficiado del euro y el que mejor partido ha sabido sacar de los últimos 20 años transcurridos desde la unificación. Superada la difícil digestión de aquel esfuerzo financiero, Alemania tiene, además, el mérito de haber sabido ajustar su Estado de bienestar, antaño faraónico, con mucha antelación respecto a la actual crisis. Una y otra cosa le han proporcionado mayor competitividad a su economía y han multiplicado su capacidad exportadora intraeuropea, a costa de las balanzas comerciales de sus países socios. Con la aprobación del Tratado de Lisboa ha adquirido finalmente el peso que corresponde a su tamaño en las instituciones europeas. La ampliación a los 27 la ha situado, además, en el corazón geopolítico de la Europa unida. Y todo esto lo ha conseguido por méritos propios, pero también por la aportación y la acción solidaria de los otros países socios.
Ha fallado Merkel, pero tanto como ella ha fallado también Guido Weterswelle, su ministro de Exteriores, si bien este último no había levantado tantas expectativas. Su partido liberal entró en el Gobierno de coalición con un programa de recorte de impuestos pensado en otra época y para otra época. Pero, además, su papel en toda la crisis ha sido nulo. No se le ha visto ni se le ha oído. A Merkel y a Westerwelle se les va a juzgar comparativamente por lo que hicieron sus homólogos hace 20 años en una crisis anterior de proporciones tectónicas similares, como fue la que desencadenó la caída del muro de Berlín, la unificación primero monetaria y política de Alemania y, al final, la desaparición del entero sistema soviético. Helmut Kohl y Hans Dietrich Genscher fueron entonces los dos personajes capaces de dirigir y liderar su país y la propia Europa, aunque contaron como compañeros de aventura con dirigentes de talla equivalente en Bruselas y en los países socios, compañía que ciertamente también les falta ahora a los alemanes.
Hay una incomodidad de la actual Alemania de Berlín con el tamaño efectivo que le ha proporcionado la unificación y la superación de los más viejos complejos. A pesar de que no hay buena sintonía entre Berlín y París, los dirigentes alemanes parecen añorar aquellos viejos tiempos en los que las responsabilidades eran mucho más compartidas y no recaían exclusivamente sobre sus espaldas. Todos los ojos se vuelven hacia la mayor y más dinámica de sus economías cuando llega la tempestad financiera, pero la respuesta de Berlín es de pánico escénico, que se traduce inmediatamente en un programa de dureza, amenazas y rigor.
Después de haber optado con Helmut Kohl por una Alemania europea, frente a la derrotada Alemania que quiso germanizar Europa, ahora Alemania reclama de nuevo una Europa económicamente más alemana. Más competitiva, más ahorradora, más descentralizada, con un Estado menos intervencionista. Y en esto no le falta razón, aunque para obtenerla no basta buscar la buena sintonía con su opinión pública, ni la administración rigorista y defensiva del statu quo, sino que se necesitan más gestos y pasos efectivos en el terreno abiertamente político. "La elección hoy es entre auténtica integración y disolución", ha declarado Fischer. Merkel no le ha quitado la razón cuando ha reconocido que "si cae el euro, cae Europa". Merecería el título de canciller de Europa si fuera ella quien hiciera de tripas corazón, de la crisis, oportunidades, y liderara la unión política que Europa no ha querido realizar hasta ahora. Pero en esto, como mínimo, hasta ahora, nos ha fallado.
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