Cambiar para volver a soñar
Mire a su alrededor. Observe su casa. Analícela. Pregúntese qué le cuenta cada objeto, cada mueble, cada libro. Interrógueles. ¿Qué hace esa marioneta colgando del techo? De dónde salieron los jarrones? ¿Cuántas veces compra flores? ¿Ha dejado de ver la tapicería de cretona?
Cuando haya terminado con la casa, haga un esfuerzo. Abra los armarios. No va a ser fácil. Necesita por lo menos un día para observar. Varias noches para consultar con la almohada. En ese punto sabrá cómo es su casa. El siguiente paso será pensar en su vida. ¿Qué hace a diario? ¿Dónde desayuna y cuántas veces tiene invitados? Es verdad que cuando reformaron el piso se imaginó invitando a todos sus amigos a comer cordero, pero... ¿Le gusta cocinar? ¿Por qué acumula jaboncitos de hotel?
"La casa es como el escenario en una película. No varía el guión, pero el cambio de decorado hace posible otra historia"
Entender que nuestra casa es el escenario donde sucede más de la mitad de nuestra vida debería ser el primer paso para concienciarnos de cómo y cuánto el lugar donde vivimos puede afectar a nuestra existencia. Uno que compra una mesa con sobre de cristal debe darse cuenta de que se pasará toda la vida viéndose las piernas mientras come. Cuando llevaban más de treinta años juntos, el arquitecto Richard Rogers le concedió a Ruthie, su mujer, un deseo: cerrar el dormitorio. Hasta entonces, su alcoba estaba abierta a la doble altura del salón de su vivienda, en Chelsea. Veían amanecer. Se despertaban cuando alguien entraba en la sala y escuchaban las llaves en la puerta cuando alguno de sus hijos regresaba por la noche. Decidieron cambiar cuando ya estaban acostumbrados a la falta de intimidad.
¿Cuándo y por qué hay que cambiar una casa? Es importante decidirse cuando algo no compensa. Cuando la casa pierde su función de acoger y descansar. Cuando consume demasiada energía (incluida la nerviosa), cuando uno no siente su casa propia. O cuando uno quisiera tener otra vida. La casa es como el escenario en una película. No cambia el guión, pero el cambio de decorado hace posible otra historia.
Vivimos en un país que se ha enriquecido levantando edificios. Mucha gente ha tenido acceso antes al exceso que a la educación. El resultado es una suma continua que termina por restar: ayer, la juguetería en casa, y mañana, cenas de huevo duro. Si nadie nos ha dicho nunca que una buena educación es algo que jamás se pierde, aunque pierdas trabajo y hogar, vamos a contarles ahora que, también en las viviendas, lo mejor es lo que no desaparece: la luz, la ubicación, las vistas, el silencio, la cercanía de la estación de metro o las pocas calles que separan nuestro piso del parque.
Algo de eso tienen todas nuestras casas. Si no, no viviríamos en ellas. En momentos complicados, en los que nos toca aprender a lidiar con los cambios de la vida, recuerden por qué eligieron su vivienda. ¿Estaba cerca del colegio de los niños? ¿Su madre es su vecina? ¿Queda cerca de la autovía que conduce hasta su pueblo? ¿Tiene un jardín comunitario? ¿Tenía ascensor?... Hagan memoria. Recuerden qué les llevó a elegir su piso y traten de disfrutar otra vez de ese logro. Luego poténcienlo: vuelvan a asomarse al balcón, no dejen que la terraza se convierta en trastero, vuelvan a pensar en las ventajas de tener plaza de garaje, o trastero, y en la maravilla de vivir en el centro o con un pie en el campo. ¿Que la heredaron? Entonces tienen menos derecho a quejarse. En todo caso, apúntense a la reforma.
Si no puede cambiar la cocina, ¿ha probado a ordenarla? ¿Le hacen falta todos esos vasos de nocilla que ha ido acumulando durante años? ¿Todas esas sartenes? Líbrese de lo que no use: ganará espacio. Con más espacio, ganará comodidad. Empleará menos tiempo en las tareas domésticas. Y descubrirá el placer de abrir la puerta de una alacena ordenada. Tenga claro que ordenar no es ni esconder ni posponer. Se trata de elegir y descartar. La manera más económica de conseguir más metros cuadrados o nuevos armarios es deshaciéndose de lo que no necesite.
Cuando la vida se endurece en la calle y en el trabajo -o en la cola del paro-, la casa tiene que ser más refugio que nunca. Un lugar cómodo y amable: confortable. Lo confortable es lo que acompaña pero no molesta. La relación entre lo cómodo y lo mullido está obsoleta. El confort es la buena vida: la organización, algún espacio vacío, una ventana abierta, una lámpara para leer en la cama, orden en los cajones y también limpieza: una casa limpia y ventilada. Todo eso cuesta poco dinero. Pero, seguro, un gran esfuerzo. Elegir no es fácil, pero permite avanzar. Y cambiar. Cuando la comodidad vence a la apariencia, la vida resulta más fácil. En sus manos está que una casa cómoda pueda seguir siendo hermosa.
Serían muy pobres los sueños si desaparecieran cuando falta el dinero. Aunque sólo sea eso, sin blanca uno puede volver, por fin, a soñar. Así, si ya hemos averiguado que tener de todo no da la felicidad, ahora que el paro -y el parón generalizado- nos abre esta inquietante oportunidad, ¿vamos a dejar escapar la posibilidad de cambiar?
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