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Reportaje:

Minimalismo para la eternidad

A nadie que conociera bien a Irving Penn (Nueva Jersey, 1917-Nueva York, 2009) le sorprendía que en la puerta de su estudio se leyera a gran tamaño "Publicaciones Condé Nast" y, sólo después, sobre una minúscula mirilla, su propio nombre. Más de 65 años de absoluta fidelidad le dedicó el legendario fotógrafo a sus cabeceras. Y muy particularmente a la edición estadounidense de Vogue, una alianza que contribuyó a forjar la leyenda que ambos, artista y revista, encarnan hoy.

Consagró su carrera a un limbo de minimalismo. Una de sus consignas: "Fotografiar un pastel puede ser arte"

Aterrizó en su redacción de la mano del director creativo, el artista ruso Alexander Liberman, quien también le introdujo en las vanguardias soviéticas. En ese momento, a Penn, un estudiante de diseño gráfico y pintor frustrado, un nombre como el de Balenciaga le sonaba a jugador de béisbol. "Era un joven americano nada corrompido por la cultura europea y sus manierismos", señalaría como factor clave Liberman años después. En 1943 fotografió la primera de las más de 150 portadas que firmó en Vogue: un bodegón con un bolso, unos guantes, un cinturón y una cartulina con unos limones dibujados. Una exquisitez que revolucionaría silenciosamente los conceptos y la composición aplicados a la gráfica de moda.

Penn cultivó sin ambages su fama de perfeccionista. Babs Simpson, una antigua estilista de Vogue, recordaba en Vanity Fair hasta qué punto: "Si tenía que fotografiar un limón, tenías que comprarle 500 para que él escogiera el ideal. Una vez elegido, lo disparaba 500 veces hasta conseguir la toma perfecta". Nada en él era casual o espontáneo. Ni mucho menos estrafalario. Su idea de la belleza era opuesta al surrealismo que estaba en boga cuando empezó. Y aún más opuesta al realismo sucio que oscurecería la industria en los noventa, época en la que era un anciano plenamente en activo, todavía comprometido a Vogue. Penn consagró su carrera a un limbo de minimalismo, pureza y pasión contenida que escondía una intermitente carga psicológica. Sin embargo, nunca fue un elitista. "Fotografiar un pastel puede ser arte", fue una de sus consignas más célebres.

Cuando, en 1975 y 1977, el Museo de Arte Moderno de Nueva York y el Met decidieron que sus series de fotografías de colillas y de escombros urbanos, respectivamente, eran dignas de ser expuestas, muchos críticos le tildaron de pretencioso. Haría falta una década más para que su obra fuera considerada arte de forma unánime. Pero al retratista que más contribuyó a difuminar la frontera entre alta cultura y comercio, este asunto nunca le quitó el sueño: "Muchos fotógrafos creen que su cliente es el sujeto a quien tienen que fotografiar", explicó en 1991 a The New York Times; "mi cliente, en cambio, es una mujer de Kansas que lee Vogue. Lo que intento es intrigarla, estimularla, alimentarla… Puede que al sujeto no le emocione el retrato severo que le estoy haciendo, pero es probable que al lector sí le resulte tremendamente interesante".

A la mitad de su carrera, Penn empezó a fotografiar hippies, ángeles del infierno (a quienes mostraba con la fiereza de un gatito abandonado) o tribus indígenas de Nueva Guinea con la misma meticulosidad -y a veces frialdad- con la que había retratado a modelos vestidas de alta costura en París o a Pablo Picasso, Marcel Duchamp o Truman Capote. Sus críticos le afearon que retratara a aborígenes como si fueran modelos, sin la menor sensibilidad social. "La gente que fotografié no era primitiva. La gente primitiva vive en Nueva York", respondió años después en las páginas del famoso rotativo de la Octava Avenida.

Pero en la base del reproche a veces apunta el hocico de una verdad. Penn siempre partía de idéntico planteamiento de composición. Sustraía a los sujetos de su entorno para emplastarlos en fondos diáfanos y asépticos. Fueran aristócratas o frascos de cosméticos para sus icónicas campañas de Clinique. Una manera particular de captar la esencia no siempre comprendida. Incluso en sus viajes por Perú o Marruecos transportaba su estudio móvil. Hasta que envejeció. Entonces, el arte, la música, la moda o el cine se desplazaron religiosamente a su estudio neoyorquino, de donde apenas se movía.

Igual de extenuante fue su devoción por la técnica. Las texturas fastuosas y el sublime juego de luces y sombras que conformaron su sello eran resultado de una concienzuda experimentación con cámaras antiguas y de última generación, lentes inusuales y revelados a base de platino. Negativos que personalmente sobreponía una y otra vez para lograr una densidad inaudita.

Luis Venegas, editor de las revistas Fanzine 137 y Candy, visitó su estudio cuando, a los 90 años, Penn se interesó por el trabajo del español. En sus paredes comprobó cómo colgaban una postal con un autorretrato de Helmut Newton y un póster del libro Made in France, de Richard Avedon, que daban cuenta de lo bien avenida que estaba la ahora difunta santísima trinidad de la fotografía de moda del siglo XX. "Hasta sus muertes les definen", opina Venegas; "Avedon, un incansable entusiasta, murió con las botas puestas, fotografiando en San Antonio, Texas, las elecciones presidenciales estadounidenses de 2004 para la revista The New Yorker. Newton, el fotógrafo del glamour violento, falleció estrellando su Cadillac contra el Chateau Marmont, en Sunset Boulevard. Penn, el más austero de los tres, el que retrató lo universal partiendo de lo personal, murió en su casa, sin hacer el menor ruido".

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