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La sostenibilidad del Estado de bienestar
Columna
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Suprimir ministerios, un deber más que simbólico

Xavier Vidal-Folch

Las alertas internacionales -como las del FMI-, y las turbulencias en la crisis de la deuda -los rebotes de Grecia-, aconsejan a España acelerar en sus intenciones de apretarse el cinturón.

Además, el Plan de Austeridad trienal (reducción del gasto en 50.000 millones) presentado a Bruselas en enero, compromete al Gobierno a aprobar la semana próxima, como tarde, un Plan de Reestructuración del Gasto Público. En él se afanan los distintos departamentos.

¿Suprimirá este plan algunos ministerios? Así lo pidió el Congreso, dejando en minoría al PSOE, el 16 de junio de 2009. Lo rechazó la vicepresidenta Salgado, el 29 de enero, alegando que no contribuiría a generar confianza. Y la vicepresidenta Fernández de la Vega: "No hay cambio en la estructura del Gobierno, ni eliminación de ministerios", sentenció en EL PAÍS (11 de abril).

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Reconsidérenlo, porque en este asunto lleva más razón la oposición que el Gobierno. Éste se escudará en que suprimir ministerios es el chocolate del loro. Cierto en términos cuantitativos. Los tres departamentos a suprimir totalizan sólo 5.504 funcionarios y empleados: Cultura tiene 4.713; Igualdad, 461; y Vivienda, 330 (datos del Registro Central de Personal, julio 2009). Pero en términos cualitativos, enviaría a los mercados un potente mensaje simbólico de frugalidad, flanqueando los recortes de verdad, como la ya programada congelación de vacantes o las restricciones salariales. Y también un mensaje ejemplarizante para ser imitado por las demás administraciones.

El Gobierno puede enrocarse en que la creación de un ministerio plasma una prioridad política. Cierto. Pero cabe traducirla de otras formas: con ministros sin aparato ministerial, como es el caso del vicepresidente autonómico, Manuel Chaves.

Además del deber simbólico está el de adecuar las instituciones a los nuevos tiempos. "El Estado nacional es demasiado pequeño para atender a los grandes problemas del mundo actual y demasiado grande para encarar los pequeños problemas del ciudadano en el día a día", escribió ¡en 1987! el sociólogo Daniel Bell (The world and the US in 2013, Daedalus).

Por tanto, el Estado debe aligerarse hacia arriba, hacia Europa. Sería una locura suprimir o fusionar su vehículo, la Secretaría de Estado para la UE, que (con la Representación Permanente en Bruselas) ha quitado el pelo de la dehesa a media Administración, ha sido instrumento identificador de los verdaderos intereses nacionales y escuela de la mejor diplomacia. Y también hacia abajo, hacia las comunidades autónomas. "Nunca desaproveches una buena crisis", sugiere Hillary Clinton.

Si desaparecen ministerios como el de Vivienda, no pasa nada. Mejor, pasa lo que debe pasar, pues casi todas sus competencias ya las ostentan las autonomías. Pueden convertirse en direcciones o secretarías generales adscritas a Administraciones Territoriales para ejercer sus funciones residuales. Sí, residuales: impulsar nuevas leyes de base; coordinar a las comunidades; u ostentar la titularidad de alguna institución global clave.

Frente a tanta jauría vociferante contra el esquema autonómico, que es el constitucional y no ningún otro, las autonomías han estado (en general) a la cabeza de la responsabilidad en la austeridad: de ahí el pacto para reducir en 1.500 millones el coste de la farmacopea pública.

Pese a mil casos de despilfarro, no son las culpables del déficit ni de la deuda. Cifras cantan. Su déficit es del 2,2% del PIB, un quinto del total (por el 9,5% de la Administración central), cuando gestionan el 35% del gasto. La deuda, sólo del 8,2% del PIB (por el 55,2% del conjunto): crece muy deprisa, sí (a un ritmo del 33% en el tercer trimestre de 2009), pero igual que la del Gobierno (32% en el cuarto trimestre). Así que menos lobos recentralizadores en aras de una falsa eficacia.

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