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Los archivos de la censura
Columna
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Paradojas del censor

José María Ridao

Los expedientes de la censura franquista sobre algunas de las principales obras literarias del siglo XX tenían un espejo en el que mirarse: el Index librorum prohibitorum et expurgatorum elaborado por el Santo Oficio entre 1559 y 1961. Las obsesiones que movían al uso del lápiz rojo en uno y otro caso eran las mismas, como también las estrategias para prohibir la difusión de una obra o desacreditarla si, como era frecuente, llegaban a publicarse y gozar de reconocimiento en el extranjero. Hasta el punto de que, a la vista de expedientes como los de Juan Marsé, Jaime Gil de Biedma, Francisco Ayala o Juan Goytisolo, se tiene la impresión de que los censores franquistas eran, en realidad, inquisidores fuera de su tiempo que escribían en castellano, no en latín.

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La tarea de conceder el níhil óbstat colocaba al censor, como en su día al inquisidor, en una situación de máximo peligro moral o, según se mire, de envidiable privilegio. Porque para dictaminar sobre lo que el común de los mortales podía ver o leer implicaba, necesariamente, haberlo visto o leído antes. De ahí que, tras el mohín de severidad o de cautelosa repugnancia que se adivina en la mayor parte de los informes, no resulte fácil saber a ciencia cierta si los censores se exponían al pecado con abnegado sentido del deber o, sencillamente, disponían de una coartada incontestable para disfrutar de él. Si la censura es siempre e invariablemente odiosa, la figura del censor, transcurridos los años, tiende a parecer ridícula precisamente a causa de esa irresuelta ambigüedad, que acaba difuminando la frontera entre el celoso funcionario y el voyeur lascivo.

Otra paradoja, la segunda, que caracterizaba la tarea del censor fue el extraordinario valor subversivo que acababa concediendo a las obras que decidía prohibir o mutilar. Fuera de la estrechez de miras impuesta por una dictadura que declaró a los españoles en una perpetua minoría de edad, incapacitados para encarar una timorata escena de sexo o una mejor o peor trabada ironía, es difícil adivinar al cabo del tiempo dónde radicaba el irresistible desafío de una frase o de un simple adjetivo. Y es que lo que la censura revelaba eran, en realidad, los fantasmas y las debilidades del régimen al que servía.

La literatura española sobrevivió sobradamente a los requerimientos, a la vez estúpidos y siniestros, de la censura. Como sucedió con el Index inquisitorial, convertido al cabo de los siglos en el catálogo donde tener noticia de algunas obras imprescindibles, los informes de la censura, leídos hoy, parecen una rara manifestación del elogio. Y ésta sería no sólo la última, sino también la más extraordinaria de las paradojas.

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