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Columna
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Pervertir el sentido de las palabras

He presenciado pasivamente estos últimos tiempos, en el ámbito de la ley y la justicia, algunos hechos que inicialmente me han sorprendido, después desorientado, y, finalmente, preocupado. En todos ellos -voy a relatar solamente dos- creo descubrir una desacertada utilización de las palabras, y una incapacidad de utilizar el sentido común por encima de la rigidez ideológica y de la pura táctica política.

Empiezo por uno de carácter legislativo. A pesar de que por mis convicciones, considero una desgracia el aborto, estoy plenamente de acuerdo en su despenalización. Lo considero negativamente y me costaría mucho aconsejarlo, pero las incertidumbres científicas que persisten en la gestación y la difícil atribución de responsabilidades en los casos de concepción no querida creo que obligan a aceptar que puede haber un margen importante de oscuridad en el debate alrededor del mismo y, desde luego, pienso que hacen inaceptable considerar una delincuente a la mujer que aborta. Mi sorpresa y preocupación surge del hecho de que para dejar de considerarlo un delito, lo hayamos convertido en un derecho. Para la mayoría de los mortales, un derecho es algo bueno, algo por lo que se lucha y cuya práctica se celebra. El aborto no es eso. El aborto es algo malo. Hay muchos casos en los que algo malo se puede justificar, y por ello hay que dejar de penalizarlo, pero no hay necesidad de convertirlo en bueno. Pienso, sin oponerme a la finalidad de la ley, que a los señores diputados les ha fallado el sentido común.

Creo en la necesidad de mantener la memoria histórica y también en la capacidad de perdonar y mirar hacia el futuro

El segundo es más reciente y tiene que ver con las vicisitudes en torno a los crímenes de la época de la dictadura y a la situación de Baltasar Garzón. Formo parte, con satisfacción, de la generación de la transición, generación que tomó, pienso que con acierto, decisiones valientes y que aceptó renuncias importantes que han permitido unas décadas de paz y de progreso que no se habían vivido en siglos. Por tanto, no sorprenderá que diga que creo en la necesidad de mantener la memoria histórica pero que también creo en la capacidad de perdonar y de mirar hacia el futuro. Por ello, sin promoverlo ni aplaudirlo, entiendo y no me opondré a las reivindicaciones de recuperación que se están haciendo, ni a las actuaciones que se llevan a cabo como las de Garzón. Es posible que algunas encierren peligros para la convivencia al levantar fantasmas dormidos, es posible que otras sean discutibles y hasta comprendo que se le puedan llegar a impedir por parte de los órganos judiciales superiores. Pero, nuevamente, para ello no hace falta convertirlo en un delito. Garzón podrá ser pretencioso e incómodo, sus actuaciones discutibles -¿sólo las suyas?- pero no es un delincuente. ¿Se trata de una vendetta judicial o de una manipulación política?

Una sociedad plural y avanzada, como empezaba a ser la nuestra, tiene que poner por encima de todo las actitudes y los valores que favorecen la convivencia. Los que tienen más responsabilidad en contribuir a ello son los que ocupan cargos de responsabilidad pública, en el mundo político o en el judicial. Utilizar de una forma equívoca palabras como derechos y delitos en situaciones como las descritas, en las que el sentido común pediría una gran dosis de prudencia, no es una forma de favorecer la convivencia. Lanzarlas como proyectiles por encima de la razonable tranquilidad ciudadana sirve, sobre todo, para engendrar crispación y alentar artificialmente enfrentamientos, de la misma forma que se hace intencionadamente antes de un acontecimiento deportivo importante.

Mi preocupación en este momento es doble. De forma inmediata, ¿vamos a asistir a un nuevo episodio similar, como resultado de que un grupo de jueces del Tribunal Constitucional no entienda que su labor de interpretación de la ley es, sobre todo, una función destinada a favorecer la convivencia pactada y no a desatar tensiones, aunque algunos grupos nostálgicos les intenten empujar a ello? ¿Podría ser esto el suicidio del alto Tribunal?

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Y con una perspectiva más lejana, ¿estamos entrando en una etapa en la que, debido a la lejanía histórica de los desastres vividos en Cataluña y España, se vuelvan a resucitar fantasmas por parte de algunos y a cortar cabezas de fantasmas por parte de otros, jugando todos al divertido y excitante juego de la radicalización, que vuelva a poner en peligro el progreso y, todavía peor, la convivencia?

Joan Majó es ingeniero y ex ministro de Industria.

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