Más allá de números electorales
La reciente elección presidencial de Chile ha dado mérito a muchos análisis sobre su solidez institucional y la categoría de sus dirigentes. Mirando desde otra perspectiva, la victoria de Sebastián Piñera, un empresario multimillonario, es reveladora de que al pueblo chileno no le asustó esta condición. El hecho no deja de ser sorprendente en países latinoamericanos a los que el esquema weberiano ubica como precapitalistas, por penalizar el éxito material y asumir con protesta las consecuencias de una economía de competencia.
Si cruzando los Andes miramos hacia la Argentina, nos encontramos con que, en la reñidísima elección parlamentaria del año pasado, un empresario muy rico también, el señor Francisco de Narváez, le ganó al propio ex presidente Kirchner en el distrito más grande del país -la provincia de Buenos Aires-, donde el peronismo afincó tradicionalmente su mayor fuerza electoral. Se añade, en este caso, que el triunfador ni siquiera es nacido en Argentina, y siendo ciudadano legal y no natural, hasta se discute que pueda aspirar a ser candidato presidencial.
Empresarios u obreros, los nuevos líderes de Latinoamérica seducen más por sus personas que por sus ideas
No creo que esto marque una tendencia hacia la mercantilización de los equipos políticos ni que sea el comienzo de una oleada. Sin embargo, es interesante comprobar la superación de un prejuicio que hasta hace muy poco tiempo habría frustrado, por impensables, esos resultados. El estereotipo de la imagen del empresario, ávido de ganancias y sólo atenido a su interés personal, impedía que se le pudiera tomar en cuenta para una Administración pública orientada por el bien general.
En la dirección opuesta, las elecciones, en su tiempo, de un Lula, obrero metalúrgico brasileño sin ninguna formación académica, y ahora en Uruguay de un viejo guerrillero, de aspecto desaliñado y habla vulgar, también nos dicen que la falta de formación no es descalificante para alcanzar las alturas políticas. La ciudadanía parecería orientarse mucho más hacia la búsqueda de la confianza personal y de un espíritu de solidaridad con los más desposeídos, que resulta más concluyente que las capacidades.
Lo que sí resulta notorio es que el debate de ideas ya no es el centro de las motivaciones del voto. Las oposiciones en blanco y negro de Estado versus Mercado, Privatizaciones versus Empresas estatales, Estado Providencia versus Estado Mínimo, han ido cediendo paso a rumbos mucho más matizados, en los que está claro que ninguna receta extrema resulta efectiva en los hechos.
La versión primitiva de intervencionismo estatal pregonada por Chávez bajo el pomposo nombre de Socialismo del Siglo XXI, no pasa de ser un discurso cargado de retórica en el que ni sus proclamados amigos latinoamericanos creen de verdad. De este modo, nos encontramos con que el neoliberalismo chileno ha convivido con el cobre en manos del Estado, y el socialismo lulista ha aplicado la política monetaria más ortodoxa del hemisferio, con los intereses mayores del mundo.
Política de seducción, entonces, mucho más que política de convicción. Esto sí parece irse arraigando. El enamoramiento ciudadano puede a veces venir de los ribetes emocionales de un Lula como de la imagen de eficacia de un Piñera. A éste no le impidió ganar la circunstancia de ser rico ni al otro la de no tener formación. Bastaba la imagen de credibilidad, que respondía en cada caso a una demanda de la sociedad.
En Chile había una cierta fatiga de la Concertación, pese al incuestionable éxito del proyecto, a través de cuatro presidencias post dictadura consideradas ejemplares cada una en su sentido. La demanda de cambio, de acciones más rápidas y efectivas, de superar el tono racional y algo aburrido de los partidos políticos tradicionales, tuvo su respuesta.
En Uruguay, una izquierda que con el Gobierno de Vázquez -un médico cuidadoso de las formas- ya había girado hacia el centro no tuvo problemas para reiterar su mayoría con un candidato totalmente opuesto, en el que el discurso de ideas se sustituía por una imagen de emociones simples, identificadas con el destino de los más comunes.
Votar a un empresario per se no es un valor. Pero descalificarlo a priori para el Gobierno es un prejuicio. Votar a un candidato sin formación suficiente tampoco es un valor. Pero descalificarlo por falta de Universidad también es un prejuicio, muy afín con las risas que burlaban a Sancho en su Ínsula de Barataria cuando ofrecía lecciones de buen sentido común. Que son cambios, son cambios. Las lealtades partidarias no son tan firmes y las figuras personales, más decisorias. Éstas, a su vez, valen más por su forma que por su sustancia.
Por formación, no me entusiasma demasiado esta inclinación. Pero allí está y más vale encararla con madurez antes de seducirse ingenuamente o rechazarla por instinto.
Julio María Sanguinetti, ex presidente de Uruguay, es abogado y periodista.
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