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Reportaje:FOTOGRAFÍA

El fotógrafo Torrente Ballester

Juan Cruz

Los hijos lo sabían, toda la familia le veía hacer fotos; no iba a la calle sin una cámara. Aquel hombre que a los 30 años era casi ciego y siempre luchó para vencer la neblina que había ante sus ojos jamás soltó la máquina. En realidad, vivía pendiente de ellas. Durante años le dictó a un magnetofón, y hay guardadas en su fundación, que custodian sus hijos Álvaro y Marisa, presidente y vicepresidenta, cientos de horas atesoradas por él en esas máquinas que adoraba.

Es uno de los grandes escritores del siglo XX. Murió hace 11 años en Salamanca, y el 13 de junio hará 100 que nació en Serantes, cerca de Ferrol. Gonzalo Torrente Ballester era, además, cantor de tangos, tenía una ironía finísima con la que despreciaba todo lo que le oliera a solemnidad vacía, y aunque fue profesor ("un buen profesor", le dijo a Pablo Lizcano en una entrevista de televisión en 1984) y académico, lo que fue de veras fue un gran contador de historias cuyos libros La saga/fuga de J. B. y Los gozos y las sombras están en la historia de la literatura del siglo XX al lado de Valle Inclán o Unamuno.

Y era fotógrafo. En el documental que ha hecho su hijo Luis Felipe (periodista) con Daniel Suberviola para la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales (SECC) hay una imagen en la que Torrente aparece con una cámara supermoderna aplicada a sus ojos casi ciegos. En la sonrisa está aquel Torrente que amaba la coña casi como amaba el tango. Esa prolongación de sus ojos que era la cámara es la sustancia del descubrimiento que Miguel Fernández-Cid, especialista en arte y exposiciones, comisario con la profesora Carmen Becerra de la muestra Los mundos de Torrente Ballester (organizada por la SECC y la Fundación Gonzalo Torrente Ballester), hizo en la sede de la fundación en Santiago cuando buscaba material para la muestra que ahora se abre. Todo el mundo sabía que Torrente hacía fotos, pero para algunos eran documentos domésticos, placas que tiraba para pasar el rato. En esa colección que se pudo hacer con lo que hay en la fundación, Fernández-Cid y sus compañeros concluyeron que Torrente no miraba por mirar a través del aparato. Miguel recuerda que un día le dijo Torrente a Fernanda Sánchez-Guisande (su segunda esposa) en Washington ante un cuadro de Goya: "¡Mira, es lo que me faltaba para que mi ciudad volase!". Y retrató el cuadro, que iba a servirle para la escritura de La saga/fuga de J. B. Si ahora se lee ese libro, y otros, con el catálogo de la exposición en mano, y se siguen los surcos de esa pasión fotográfica, se verá, como indica Becerra, especialista en la obra de Torrente, "que las fotos eran como un cuaderno de apuntes". Como recalca Fernández-Cid, "la mayor parte de las obras están hechas siguiendo un recorrido narrativo, obedeciendo a un ojo que luego ha de trasladar esa imagen a la escritura de sus libros".

Becerra cree que, en efecto, la cámara fue prolongación de sus ojos casi ciegos. "Lo fotografiaba todo; era su memoria visual; una herramienta de escritor". Y lo veía todo. Hay una célebre imagen que les hizo a Torrente y a Borges (el argentino era totalmente ciego) el reportero Juantxu Rodríguez (asesinado en Panamá) en los ochenta: están junto a la Giralda, en Sevilla, y ambos miran sus bastones; cada uno lleva en la mano el del otro. Hablan, dice Álvaro Torrente -hijo de su segundo matrimonio, con María Fernanda-, de lo que les costaron; la foto es una metáfora del amor por la imagen de estos dos personajes de ojos oscurecidos. La profesora Becerra piensa que esta obsesión dota a su obra de un cierto aire flaubertiano; las fotos le permiten describir con precisión; acaso ese carácter tan visual de sus imágenes literarias le emparenta con el mundo del cine y la televisión, que en tiempos sucesivos iba a ser tan central en el desarrollo del trabajo novelístico de Torrente, que fue guionista y algunas de cuyas novelas fueron éxitos en ambas pantallas.

Era un ciego que quería ver por todos los medios: la escritura, la pintura, el cine, la fotografía, la música. Luis Felipe, también hijo de su segundo matrimonio, dice que esta pasión múltiple "tiene que ver con la vista"; aun en periodos de mayor ceguera se empeñaba en mirar, y veía bultos, luces, y por esa rendija hizo entrar la imaginación que le permitía ver más de lo que le sugerían las sombras. Las fotos, muchas veces, hicieron el resto, fueron los ojos de su memoria El magnetófono (hubo muchos en la casa; en el documental se ven varios, algunos de los más antiguos) era su diario de trabajo y su confesor, pero rara vez volvía a lo grabado para seguir escribiendo. La voz grabada era, más bien, la afirmación de que seguía teniendo cosas que contar Marisa, hija del primer matrimonio con Josefina Malvido, le recuerda apasionado "por cualquier tipo de máquinas: relojes, magnetófonos, de escribir Herencia de su abuelo, el marino, que tenía los mismos hobbies". Como un director de cine, señala, "localizaba sus historias, fotografiaba los sitios, para recordar luego lo que le interesaba de ellos". Eso le permitió la precisión; pero no le impidió, como señala Fernández-Cid, hacer lo que hacen los grandes narradores gallegos de su estirpe: "Rodear las cosas como si estuvieran más lejos, hasta que llegaba a ellas".

Era, cuenta Marisa Torrente Malvido, "más fotógrafo de sitios que de gentes"; acaso porque quería imaginarse a las personas, mientras que los lugares debían ser esos y no otros, así que los buscó y están en las fotografías como trasuntos de paisajes que pueden señalarse, por ejemplo, como propios de Los gozos y las sombras (Pontevedra) o La Saga/fuga y Fragmentos de Apocalipsis (ambientada ésta en Santiago). Álvaro le recuerda "haciendo fotos, obsesivamente"; fotografiaba iglesias, y eran iglesias las que necesitaba para sus libros; y balcones, porque balcones necesitaba Consideraba que la fotografía era un arte, y la respetaba mucho; pero su fuente de inspiración era la pintura: bodegones, paisajes Como dice Fernández-Cid, como fotógrafo le interesaba componer, y como espectador del arte, las composiciones, y por tanto le gustaba descomponer los cuadros, fijarse en los detalles. Actuar sobre lo que veía como el narrador que fue: un tipo que se fijaba en todo.

Parecía distraído. En el documental de su hijo Luis Felipe aparece cantando ante las cámaras de TVE; muchas veces silba tangos, y otras se fija en algo ajeno al relato: el adminículo de un magnetófono, la ceniza del perpetuo cigarrillo. Pero siempre mira. Dice Álvaro que su ojo "era educado y curioso"; lo educó mirando pintura (Goya y Velázquez, el Renacimiento), contemplando paisajes . Pero ahora que Fernández-Cid, Becerra, sus hijos, su fundación y la SECC han logrado reconstruir todos sus mundos para esta exposición que da la vuelta a los gozos y las sombras de su ingente obra, lo que destaca es que lo que de veras hizo fue contemplar su interior, hablando consigo mismo, obsesivamente, ante un magnetófono, solo. Lo que hay dentro lo cuenta al empezar el documental de su hijo. De chico escuchaba las historias de las costureras, en su casa de Serantes, un mundo tan feliz que jamás será posible. Lo dice ante las cámaras de Epílogo, Canal+, en su última entrevista: jamás será posible tanta felicidad como la de aquella infancia, así que le daría pereza nacer de nuevo. Y ahí está la clave: ese Torrente que mira y que cuenta quiere reconstruir lo perdido. Por eso va hablando consigo mismo, retratando, contando. Para contarse a sí mismo. Y ésa es la raíz de su literatura.

Los mundos de Torrente Ballester. Salamanca. Patio de Escuelas y Sala de Exposiciones Cielo de Salamanca.

Para algunos, sus fotografías eran documentos caseros, placas que tiraba para pasar el rato. Ahora se sabe que no, que era jugoso material para volcar en sus libros. Retrataba lugares, más que personas. En la imagen, la calle del Arzobispo Malvar, en Pontevedra.
Para algunos, sus fotografías eran documentos caseros, placas que tiraba para pasar el rato. Ahora se sabe que no, que era jugoso material para volcar en sus libros. Retrataba lugares, más que personas. En la imagen, la calle del Arzobispo Malvar, en Pontevedra.

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