En el centro del fondo de mi alma
Cuántas luces dejaste encendidas!, yo no sé cómo voy a apagarlas...
Cuando termina de cantar esta canción de José Alfredo Jiménez, la escritora mira a su alrededor y sonríe sin darse cuenta. Entonces comprende que necesita grabar en su memoria este momento, esta rara, sencilla y misteriosa, transparente clase de felicidad.
Ha llegado hasta aquí a primera hora de la tarde, desde la limpísima ciudad californiana cuya opulenta universidad la ha invitado a cruzar el Atlántico. Ha entrado en coche por una de las fronteras más difíciles, más malditas, del mundo entero, y Tijuana le ha explotado en los ojos desde el otro lado de las garitas. Sólo con verla a lo lejos, su memoria ha explotado en recuerdos propios y sin embargo ajenos, vividos en vidas de otros. La emoción de Luis Cernuda al pisar México, llegando él también de Estados Unidos, y reconocer la España que había perdido en el polvo y el ruido, el impecable ejercicio de la dignidad que cabe en la pobreza. Y la infancia de su abuela Rosalía Rodríguez, que nació en Atoyac, en el Estado de Veracruz, el único del que echaron a los inmigrantes españoles después de la Revolución. Cuéntame cosas de México, abuela... ¿Y qué te voy a contar?, si no me acuerdo de nada. Sus bisabuelos emigraron con tanta torpeza, que cinco años después de haber llegado tuvieron que volverse con las manos vacías y dos niñas que siempre fueron madrileñas. De la calle Velarde, más exactamente. Claro, que por eso está ella en este mundo.
"Había mucho calor en los silencios de un auditorio capaz de incendiar un corazón helado"
A la escritora siempre le han pasado cosas buenas en México, y sin embargo, hoy ha sido un día especial. No sólo por el viejo anhelo de pisar Tijuana, ni por la extraña sensación de cruzar esta frontera mítica. Ni siquiera porque en San Diego sea imposible tomarse una margarita que no haya sido estropeada previamente con un chorro de jarabe de mango o de frambuesa. Es algo distinto, hoy va a ser un día distinto. Tanto que ahora, de vuelta a su casa, a su mesa, mientras escribe este artículo, no encuentra los adjetivos precisos para evocar el jardín de la Casa de la Cultura.
Hacía frío, aquella tarde, aquella noche ya. Hacía frío a pesar de las estufas verticales -calentones, en la proverbial genialidad mexicana- que flanqueaban una carpa demasiado pequeña. Hacía frío, y sin embargo, había calor, mucho calor en las miradas, en las palabras, en los silencios de un auditorio capaz de incendiar un corazón helado. Pero seguía haciendo frío, y por eso, al llegar al restaurante, pidieron un tequila bien derechito para entonarse. Y llegaron los músicos, y pidieron a José Alfredo, y más tequila, y más José Alfredo, y unos tacos exquisitos de un pescado cuyo nombre nunca debería haber olvidado, y más tequila, y más José Alfredo, y una arrachera para compartir, y más tequila, y más José Alfredo, y el mundo ya era perfecto antes de los bares y del bailongo.
A la mañana siguiente se despertó como nueva, y eso que habían rematado la noche con mezcal, a la salud del Cónsul. Para todo mal, mezcal; para todo bien, también. Lowry tenía razón, y a pesar de lo que dicen, Tijuana de día sigue siendo Tijuana. Lo fue tanto que mientras desayunaba unos chilaquiles, la escritora volvió a pensar que era necesario recordarlo todo, imprescindible grabar en su memoria ese ¡órale!, que se parece al ¡ándale!, pero es ligeramente más eufórico, y distinto del ¡híjole!, que expresa una pequeña dosis de contrariedad. Los analizaron muy seriamente, y ella se rió tanto, pero tanto, y disfrutó tan desmesuradamente de cada cosa pequeña, que su alegría se hizo muy grande antes incluso de llegar a Puerto Nuevo, cuando un control militar paró un coche abarrotado de mujeres aficionadas a los juegos de palabras.
-Ay, pues, ¿y por qué ustedes todas fuman? -les preguntó el soldado que les revisó los bolsos, y a ellas les dio tal ataque de risa que llegaron a temer algo peor. Él, sin embargo, se rió con ellas y las dejó seguir sin más el camino de la langosta.
Pero lo más extraordinario pasó después, cuando la escritora tuvo que empezar a descontar los minutos que faltaban para llegar a la frontera. Si sólo llevo un día aquí, pensaba, ¿por qué me da tanta pena marcharme? Así empezaron las despedidas, Amaranta y Cristina se quedaron en una esquina, las tres se hicieron una foto con las cabezas pegadas antes de abrazarse, y menos de una hora después todo había terminado, aunque Tijuana sólo murió en La Jolla, en las últimas fotos, los últimos abrazos. Después, Karla y Verónica volvieron a México, y la dejaron allí, en su hotel, intentando comprender, escoger palabras justas para explicarse a sí misma Tijuana, lo que le había pasado en Tijuana.
No sabe aún si las ha encontrado, pero siempre puede tomárselas prestadas a José Alfredo. Tantas cosas quedaron prendidas en el centro del fondo de mi alma... Cosas que no olvidará jamás.
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