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Columna
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Felicidad sostenible

Si el Gobierno nos dijera que en vez de la ley de Economía Sostenible va a proponer la ley de Felicidad Sostenible nos mondaríamos de la risa (aunque para muchos ya es suficientemente graciosa la primera ley). Zapatero, de hecho, tiene fama bien ganada de optimista incorregible sin necesidad de lanzarse a promulgar directamente la felicidad de los ciudadanos.

Sin embargo, algo parecido han hecho en Bután. Hace 35 años, el monarca de este pequeño país del Himalaya decidió que era más importante la "felicidad interior bruta" que el producto interior bruto, y que los marcadores económicos internacionales no alcanzaban a medir lo que, en el fondo, era lo primordial: la valoración subjetiva de la satisfacción y la felicidad de los ciudadanos. El gobierno de esta joven democracia debería estar dirigido, por tanto, a aumentar esa felicidad, que es medida cada dos años por un cuestionario que incluye preguntas sobre bienestar psicológico, uso del tiempo, vitalidad de la comunidad, cultura, salud, educación, diversidad medioambiental, nivel de vida y gobierno.

Dicho monarca, Jigme Singye Wangchuck, había sido educado en el Reino Unido y deduzco que probablemente habría oído hablar de Jeremy Bentham y John Stuart Mill, los padres de la doctrina utilitarista. Ya saben, la doctrina decimonónica que proclamaba como criterio de justicia "la mayor felicidad posible para el mayor número de personas". No hace falta haberlos leído para estar de acuerdo con esa intuición básica; de hecho, la filosofía budista del monarca ya le habría encauzado en esa dirección.

En la tradición sociopolítica occidental, sin embargo, la doctrina utilitarista ha tenido un peso considerable en la evolución política aunque, eso sí, sustituyendo el principio original de "felicidad" por el de "bienestar". En efecto, lo que pronto se consideró mensurable y digno de la acción del gobierno fue ese gran invento que es el Welfare State. Un bienestar socioeconómico que esos criterios internacionales del producto interior bruto tratarían, mal que bien, de medir. ¿Y qué pasa con la felicidad, que se entiende mayoritariamente como felicidad subjetiva, algo íntimo y personal sobre lo que no se puede legislar? La expresión "felicidad objetiva" o "política" tiene entre nosotros un uso escaso; se entendería no como un sentimiento, sino como el marco de justicia deseable para vivir y proyectar la propia e intransferible felicidad subjetiva: ese marco jurídico-político que garantiza el "derecho a buscar la propia felicidad" que predicaba la Constitución estadounidense.

Para muchos de nuestros contemporáneos, la idea de una felicidad sostenible en el tiempo suena tan exótico y lejano como Bután: son legión los que consideran que no atesoramos más que instantes, briznas de felicidad. Tal vez, pero la alegría sigue siendo un territorio asequible. Visítenlo, por favor.

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