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Reportaje:

Las subastas de las vanidades

Un economista destripa los secretos que explican los altos precios del arte

¿Cómo un tiburón disecado, suspendido en un tanque de formol, puede llegar a valer 12 millones de dólares [8 millones de euros]? ¿Qué mecanismos rigen la oferta y la demanda en el mercado del arte? El economista estadounidense Donald N. Thompson rastreó durante un año los intríngulis del mercado de arte contemporáneo y pasó muchas horas entre galeristas, casas de subastas, artistas y coleccionistas. El resultado de su investigación es el libro El tiburón de 12 millones de dólares, que ahora se edita en España, y cuyo subtítulo, La curiosa economía del arte contemporáneo y las subastas, ya anticipa al lector que, seguramente, no se va a encontrar con las leyes clásicas del mercado.

El famoso tiburón tigre de Damien Hirst, una obra titulada La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo, que el coleccionista Charles Saatchi vendió al financiero estadounidense Steve Cohen en 2005 por la citada cifra (Saatchi lo había adquirido en 1992 por 50.000 libras, unos 56.000 euros) a través del galerista Larry Gagosian es la alegoría perfecta que sirve a Thompson para sumergirse en la vieja distinción entre valor y precio . "Como economista y coleccionista de arte contemporáneo, hace tiempo que me siento perplejo por la cuestión de qué es lo que hacer valiosa una obra de arte, y por qué alquimia se considera que vale 12 o 100 millones de dólares en lugar de, por ejemplo, 250.000 dólares", declara al inicio del libro.

Según Thompson, al igual que Coca-Cola o Nike, hay artistas, galeristas y casas de subastas que han adquirido una valor como marcas. "Un Mercedes ofrece seguridad y prestigio. Prada ofrece la seguridad de elegancia y moda actual. El arte de marca funciona del mismo modo. Los amigos no podrán creerle cuando les diga: 'He pagado 5,6 millones de dólares por esa estatua de cerámica'. Pero nadie muestra desdén cuando se le dice: 'Lo compré en Sotheby's', 'Lo encontré en Gagosian' o 'Éste es mi nuevo Jeff Koons".

Sotheby's y Christie's entre las casas de subastas; MoMA, Guggenheim o Tate entre los museos -"una obra que se haya exhibido en alguna ocasión en el MoMA o que haya formado parte de una colección del mismo exige un precio superior debido a su procedencia"-; Gagosian o Jay Joplin, fundador de la londinense White Cube entre los galeristas; y artistas como los citados Hirst, Koons o Andy Warhol son, según la tesis de Thompson, engranajes de una maquinaria que, "con un marketing bien dirigido y una marca de éxito", genera precios inexplicables para la lógica para tiburones disecados o balones de baloncesto (en el caso de Jeff Koons) en una pecera.

Detras de ello hay factores psicológicos y sociales. Muchos de los compradores de arte contemporáneo no son siempre especialistas ni entendidos. Simplemente son muy ricos (en muchos casos nuevos ricos, como los millonarios rusos y chinos surgidos en los últimos años), asegura el economista, y necesitan tener la seguridad de que están haciendo una buena compra. De ahí que se fíen de las marcas reconocidas. Al público que frecuenta esta feria de las vanidades va dirigida la peculiar jerga de los galeristas, según la cual "vanguardista significa radical, desafiante significa que no intentes siquiera comprenderlo, y calidad de museo significa que, si tienes que preguntar, es que no puedes pagarlo". El galerista de marca no es un fenómeno nuevo. Jopling ha sido para Hirst lo que Ambroise Vollard fue en París para Picasso, Cézanne y Gauguin o, a mediados del siglo XX, Leo Castelli en Nueva York para Jasper Johns, Robert Rauschenberg o Cy Twombly. La relación entre los clientes de un galerista de marca y sus clientes suele alcanzar un grado de confianza ciega: "Los coleccionistas confían en su marchante del mismo modo que confían en su asesor de inversiones. Es la idea de comprar arte más con los oídos que con los ojos, de comprar el esperado valor futuro del artista", señala el economista.

Hay más palabras que suenan a música en los oídos de los clientes de las galerías o casas de subastas, como "está en la colección de Saatchi" o "Saatchi lo quiere". Si una obra de arte es del agrado de uno de los coleccionistas más notables del mundo, ¿cómo no va a quererlo en su casa un VIP que se precie? No importa que un respetabilísimo crítico de arte como Robert Hughes califique la obra de Hirst de "mercancía absurda y hortera" o que afirme que Koons "probablemente no sería capaz de escribir bien sus iniciales en un árbol". Al fin y al cabo, como le indicó a Thompson Brett Gorvy, director del departamento de arte contemporáneo de Christie's, "esto es un negocio, no historia del arte".

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