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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Nobel bienintencionado

Barack Obama recibe el premio de la paz a un esfuerzo que apenas ha comenzado a dar fruto

No pudo ser Chicago, pero sí el propio presidente norteamericano Barack Obama. No hubo Juegos para la urbe, pero sí el mayor galardón que se otorga por la paz mundial para el mandatario que ha hecho de ella su ciudad adoptiva. Este año no se ha concedido un premio a la obra acabada, sino a un proyecto de futuro. El propio primer ministro noruego, Jens Stoltenberg, lo subrayaba cuando decía que el galardón estaba cargado de expectativas, "aunque está por ver si va a tener éxito en la búsqueda de la reconciliación, de la paz y del desarme nuclear".

Pero incluso admitiendo que la vida de Obama está aún en su primer o segundo capítulo, no es del todo cierto ni justo afirmar que todo es aún proyecto; contrariamente, ha puesto fin a buena parte de las políticas unilaterales y agresivas de su antecesor, George W. Bush. No sólo ha cambiado en Washington la faz de las cosas, sino que está limpiando, bien que no sin dificultades, el pentagrama para inscribir en él partitura muy distinta.

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El presidente norteamericano ha iniciado ya el despeje de Guantánamo, donde aún había centenares de presos, ni procesados, ni juzgados, ni condenados, cuando asumió en enero pasado; y aunque ya admite que no podrá cumplir su promesa de cerrar el campo de la infamia en enero de 2010 por razones de legalidad y oportunidad, el principio del fin de esa ignominia sí es una realidad; en diciembre expira el tratado START con Rusia para la limitación de armas nucleares, y la sensible mejora de relaciones con Moscú, entera obra de Obama, permite algún optimismo; la retirada de Irak, si bien es cierto que ya estaba en alguna medida prevista por Bush, dejará el país sin tropas de combate norteamericanas, y quizá de ninguna clase, para fin de 2011; la negociación sobre el programa nuclear iraní comenzó el pasado 1 de octubre y lo abrupto de la situación no ha de negarle al presidente la posibilidad de combinar con éxito generosidad y firmeza.

Y queda, por supuesto, un doble parto de los montes que pondría a prueba al más excelso de los mandatarios. Afganistán-Pakistán, donde Obama resiste las presiones militares para que escale la guerra; y el conflicto palestino-israelí, que muchos ven como clave de bóveda de las tensiones de todo Oriente Medio. La reacción israelí ha sido, como no podía dudarse en diplomacia, formalmente entusiasta, cuando lo que Jerusalén siente por Obama se describiría mejor en términos más glaciales; y, paralelamente, la Autoridad Palestina, contando con que las víctimas siempre son más libres de decir la verdad, algo menos calurosa pese a que nadie desea más que EE UU medie de verdad por la paz en la zona.

Es un premio merecido porque incentiva, dibuja un horizonte. Y, sobre todo, cuando Henry Kissinger y Le Duc Tho pudieron ser conjuntamente Nobel de la Paz por un Vietnam cuya guerra hizo caso omiso de sus pactos, ¿quién puede negar hoy a Obama el beneficio de la duda?

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