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PALOS DE CIEGO
Columna
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Incidente veraniego

En realidad todo ocurrió por culpa de Spinoza. De Coldplay también, pero sobre todo de Spinoza. Mi única culpa consistió en convertir a Spinoza -que goza de una reputación indestructible como el más el elocuente apologista de la alegría- en el autor del verano; en cuanto a Coldplay, soy inocente: su canción Viva la vida era el himno impuesto por Guardiola al Barça del triplete y, por tanto, la canción obligada del verano y, por tanto, la compañera obligada de la alegría de Spinoza.

Ocurrió a principios de agosto, durante una cena de amigos. Para entonces ya hacía tiempo que yo no hacía más que encontrarme a conocidos en paro y que el verano parecía empeñado en demostrarme que yo sólo era un gafitas autista que hasta el momento no le había visto a la crisis su cara verdadera, la cara feísima del más elocuente apologista de la tristeza; pero para entonces, también, yo ya llevaba varias semanas empapándome de Spinoza y ya sabía que la alegría es el paso de una menor a una mayor perfección, y que no es el fruto de la perfección, sino la perfección misma. Ambas cosas explican que llegara a la cena decidido a que no se dijera una sola palabra de la crisis y sólo se hablara del Barça de Guardiola y de Viva la vida. No lo conseguí, o sólo lo conseguí durante la primera ronda de botellas; a la segunda, el alud se desbordó. Alguien dijo que, como todas, esta crisis la estaban pagando los pobres, o que los pobres la estaban pagando muchísimo más cara que los ricos, y alguien le contestó que eso era una vulgaridad, pero que desgraciadamente, como tantas vulgaridades, era cierto. Alguien dijo que lo jodido de la crisis no era la crisis, sino la salida de la crisis, y añadió que este otoño sabríamos si salíamos de la crisis o si se volvía más honda, en cuyo caso todos nos íbamos a enterar de lo que valía un peine, y dijo además que al menos en España estábamos mal pertrechados para salir de la crisis, entre otras razones porque vivíamos ideológicamente atrapados entre el cinismo feroz de la derecha y el sentimentalismo hueco de la izquierda. Alguien dijo que eso era verdad, pero dijo que no era un problema español, sino un problema europeo, sólo que en España estaba agravado por el hecho de que algunos gafitas notorios parecían aquejados de un narcisismo más agudo del habitual y se dedicaban a hacer monerías y experimentos y a fundar partidos de izquierda que acababan en partidos de ultraderecha y a discutir sobre el ser de España y de Cataluña y del País Vasco y de su puta madre y a hacerse la picha un lío diciendo que no eran ni de derechas ni de izquierdas, sino todo lo contrario, a lo que alguien apostilló que en realidad lo que ocurría era que la jodida ley del péndulo seguía funcionando, es decir, que lo que ocurría ahora era lo contrario de lo que ocurría en los años sesenta, cuando el mundo era heredero de Marx y todos los gafitas de derechas se hacían de izquierdas, mientras que ahora que el mundo era heredero de Nietzsche, todos los gafitas de izquierdas se hacían de derechas, porque, como Nietzsche, todos preferían ser monstruos alegres que sentimentales aburridos.

"Llegué a la cena decidido a que no se dijera una palabra de la crisis y sólo se hablara del Barça"

Y en aquel momento ocurrió. En aquel momento, justo cuando oí la palabra alegre y yo iba ya por mi tercera botella, caí víctima de un ataque combinado de spinozismo y de gremialismo y salí en defensa de nosotros, los gafitas. Admití que no éramos perfectos y que muchos oscilábamos entre el autismo y el narcisismo, y que no faltaban los tontos ni los hijos de puta, ni siquiera los tontos hijos de puta, y que en efecto habíamos hecho demasiado caso de Marx y de Nietzsche y muy poco de Spinoza, y que quizá si hubiéramos hecho caso de Spinoza no seguiríamos viviendo en una ciudad de amos y esclavos, sino en una ciudad de hombres libres, ni nos veríamos obligados a elegir entre monstruos alegres y sentimentales aburridos porque todos seríamos ciudadanos racionales; es decir, ciudadanos alegres; es decir, ciudadanos felices. Y entonces me di cuenta de que se había hecho el silencio en el restaurante y de que todo el mundo me estaba escuchando, así que me levanté y alcé mi copa y dije que a pesar de lo dicho los gafitas éramos unos tipos cojonudos porque Spinoza era un gafitas de tomo y lomo y hasta Guardiola era un poco gafitas, y añadí que la Ética de Spinoza era el más radiante poema de amor jamás escrito y que cuando lo leyeran comprenderían que la crisis era una mierda sin importancia y que la vida -cada momento de cada vida- era un milagro absoluto e irrepetible, y a continuación canté a voz en grito Viva la vida y en cuanto terminé sonó una tremenda ovación y la muchedumbre se abalanzó sobre mí, los hombres comparaban mi discurso con el discurso de Lincoln en Gettysburg y las mujeres gritaban que querían un hijo mío mientras yo trataba de apaciguarlas firmándoles autógrafos en el escote. Y ahí es donde terminó todo, porque fue justo entonces cuando el dueño del restaurante me despertó y me dijo que eran las cuatro de la madrugada y que hacía varias horas que mis amigos se habían marchado y que hiciera el favor de irme a mi casa a dormir la mona porque de lo contrario se vería obligado a llamar a los Mossos d'Esquadra. Y obedecí: me levanté y me marché. Y eso fue todo lo que ocurrió.

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